Se ajusta la gorra y las gafas de sol y sale del ascensor –de aquellos antiguos, que tienen un asiento de madera y botones dorados– al vestíbulo de la finca y de ahí a la céntrica calle de una pequeña ciudad, que omitiremos para proteger a la fuente. Va indignadísimo. Bastante se ha arriesgado en aparecer por el bufete de abogados de un directivo del equipo rival, como para que encima le hagan una oferta que no tiene nada que ver con lo que imaginaba.
No, no era para tantear su fichaje como él pensó. Tras seis temporadas partiéndose los cuernos en la portería de uno de los equipos que más ha eludido el descenso a segunda B, ni su equipo le renueva, ni tiene ofertas de otros. Y encima ahora le piden, nada más y nada menos, que ayude a que su equipo pierda en la siguiente y última jornada del campeonato. ¡De ninguna manera! Él es un hombre honrado y jamás haría algo así. No los ha enviado a la mierda por educación, pero les ha dejado bien claro que de ahí se va de patitas a comisaría a denunciarles. Amañar un partido es un delito y es su obligación denunciarlo. Y de paso se cubrirá las espaldas, no sea que alguien le quiera relacionar con esa movida, les ha espetado gritando en voz baja, hablando entre dientes, señalando al suelo.
Cien mil euros. La madre que los parió. Voy a desayunar primero y luego a comisaría, ya lo creo.
Entra en la cafetería y otea si el periódico deportivo está cogido. Así es, el gordo del traje lo está ojeando mientras sumerge el chucho en el café con leche. –¿Qué coño sabrá ese de deporte?– Lleva un buen cabreo. Coge la prensa general y pasa sin interés la sección de deportes, que solo habla del Madrid y de Fernando Alonso. Y mientras apura el zumo lee una noticia que le llama la atención. Un buzo completamente equipado ha sido encontrado calcinado en un bosque de Zamora, donde hubo recientemente un incendio. La playa más cercana está a más de doscientos kilómetros, y por tanto la única explicación plausible para los forestales es que un hidroavión, al acudir al mar a llenar sus depósitos de agua para luego vaciarlos encima del incendio, absorbiera en la maniobra al incauto submarinista.
Cien mil euros. El cole y la carrera de las niñas. No, ni hablar, ni loco. La afición. El riesgo. Mi familia. Mi integridad. La cárcel. Ni hablar.
Pobre hombre. Tan tranquilo y relajado practicando submarinismo y de repente dando tumbos a 400 Km/h en un depósito, a dos mil metros del suelo. ¿Sería consciente de dónde se encontraba? Seguro. Con las bombonas de oxígeno podía respirar. Si la hostia al recogerlo no fue muy grande y el agua absorbió el impacto, debió perder la orientación unos minutos, pero después sin duda imaginó lo que pasaba. ¡Qué horror! ¿Debió golpear sin éxito las paredes, intentando en vano avisar al piloto? ¿Probó de agarrarse a algún sitio? ¿O se puso a rezar esperando el fatídico momento en que se abrirse la trampilla para empezar a volar en caída libre? ¿Murió en la caída o un árbol la amortiguó y luego le hizo de hoguera?
Las vueltas que da la vida. Estás y de repente te has ido. No somos nada. Carpe Diem y las putas mil metáforas. Cien mil euros, me cago en mi estampa.
Cierra las puertas manuales y presiona el botón dorado del quinto. ¿Aceptarán las disculpas por cincuenta mil?