En el tenis, quizás como en tantas otras esferas de la vida, hay tipos que juegan sin despertar emociones. Que generan una aburrida indiferencia. De los que es fácil olvidar su nombre o sus logros. Pero, afortunadamente, hay muchos que no son así. Que te hacen abrir los ojos. Que te levantan del sillón. Que hacen que hables de ellos durante un café. Y que te llevan al paredón de los sentimientos más viscerales. O los odias… o los amas.
Goran Ivanisevic fue uno de esos tenistas. Maleducado, aguerrido, altivo, agresivo, volcánico… vivo y con sentido del humor. Con muchísimo talento pero poca calma para saberlo explotar y hacerse con varios Grands Slams. De hecho, el bravo de Goran pasó por tres grandes finales y más de una lesión antes de presentarse, en 2001, en el que parecía su último tren con el que conseguir un título merecido y en un escenario idílico: Wimbledon.
Ivanisevic había perdido la final del torneo londinense en 1992 contra Agassi. En 1994 se llevó otra ensaladera, esta vez tras inclinarse ante Sampras. Y en 1998 volvió a rendirse en el último escalón de la hierba del All England Club, de nuevo ante Sampras. Habiendo perdido en el verano de los Juegos Olímpicos de Barcelona, ¿alguien podría haber apostado por él, nueve años después? ¿Que optaría al título? Nadie. Y menos cuando entró en el cuadro como 125º del mundo y gracias a una wild card otorgada por los servicios prestados en Londres.
Pero ahí estaba Goran. Dispuesto a llevarle la contraria a todos los que habían dejado de creer en él. Como una suerte de proscrito, se plantó en la final mientras el Tour de Francia, la siesta y el tinto de verano eran parte del paisaje de aquellos domingos de verano en los que el tenis se veía por La 2 de televisión. Y, con Patrick Rafter al otro lado de la red, Ivanisevic arrastró aquella tarde de julio a los espectadores hasta un mítico quinto set. Y, por vez primera en su carrera (llevaba trece años como profesional), desafió la leyenda de Sísifo y decidió que llegaría a la cima sin que se le cayera la pesada piedra. 9-7 en la última manga. 182 minutos de batalla. Y su nombre, para siempre, entre los casi 70 selectos campeones de Wimbledon. Los únicos que tienen el privilegio de estrenar la hierba de la central al año siguiente de proclamarse vencedores.
Ahora cuesta encontrar tipos como Ivanisevic. El circuito ha cambiado. Como las bolas o las raquetas. Como aquellos veranos. Quizás para siempre, quien sabe. Sin que podamos evitarlo.
Alberto Gómez García es periodista de Cuatro.