Con apenas 2 años, Oli ya pateaba una gorra con el escudo del Zaragoza que a sus tíos les había tocado en la tómbola de la feria local.
Fue una madrugada, a la vuelta del Corpus, cuando volvieron con el “chavea” a cuestas, dormido, molido por los columpios, polvoriento y con las manos pegajosas de haber comido “barretas”. Si hubiera habido lavadoras de carga infantil, a buen seguro Oli se habría llevado un buen centrifugado a esas horas.
En el salón de peluqueria, los dos arcos de medio punto revestidos de moldura de escayola hacían las veces de porterías y separaban la estancia en tres zonas: el área local (zona de peinador), el centro del campo (secadores de pie) y el área visitante (zona de lavacabezas).
La zona del lavacabezas correspondía a la Portería de la Cárcel, a semejanza del antiguo estadio de “Los Cármenes”, también denominado “Los Crímenes” sin que se sepa muy bien el motivo…
La otra portería correspondía a la portería del “marcador Aspes” donde según recordaba, el portero Reina (Miguel) fue increpado reiteradamente: “¡¡¡Chivaaaaato, chivaaaato!!!!”. Oli no sabía muy bien por qué, pero en su ingenuidad, se unió a los cánticos: “¡¡¡Chivaaaaato, chivaaaato!!!!”. “Peor hubiera sido llamarle de otra forma, y además, algo habrá hecho”, pensó.
La vocación del chiquillo ya quedó clara a los primeros driblings que les hizo a los secadores de pie. Era un jugador total, tal como lo demandaba la época. Una mezcla de Luis y Gárate, ya que en el reducido espacio que le servía de estadio, él mismo centraba y, a continuación, remataba la jugada.
Los goles los celebraba en el largo pasillo del que disponía la casa, pues el “campo” se le quedaba pequeño. Eso le valió no pocas broncas de su tía Trini (la tita Trueno como cariñosamente la llamaba).
El siguiente paso fue sustituir la gorra del Zaragoza por un rulo gordo de los que se usaban para liar el pelo. Oli desarrolló gran habilidad para sortear el revistero y rematar con un golpeo cruzado tremendo. Incluso aprendió a darle con efecto, de forma que el rulo iba dando vueltas hasta colarse ajustado a la cepa del arco de los lavacabezas.
Más de una vez, en un contrataque hacia la portería contraria, uno de los rulos acababa rompiendo uno o varios “plises vitaminados”. La sanción no se hacía esperar: cierre del estadio por tres o más encuentros por lanzamiento de botellas. Y sin posibilidad de apelación a Comité alguno. Ni moviola ni leches, un escándalo en toda regla.
Pasado un tiempo y en vista de que el negocio iba bien, su madre decidió colocar un nuevo suelo pavimentado… de color verde. Eso fue el colmo, ya que al chiquillo le pareció un césped recién cortado y su imaginación desbordante hizo el resto. La peluquería ya parecía Maracaná.
Lo primero que hizo fue sustituir el rulo por una pelota en condiciones. La ocasión lo merecía sin duda. Dicho y hecho, le pidió dos pesetas a su madre y fue a comprarla a la vieja de la cesta. Era una de esas pelotas pequeñas de plástico duro con una anilla a la que se anudaba una goma elástica. El niño le quitó la goma y le cortó la anilla. Pensó que era lo más parecido a uno de esos balones totalmente blancos que había visto en los partidos televisados del Ajax. Los que tenían cuadritos negros le parecían realmente vulgares y aquellos balones blancos, parecían susurrar “¡márcame!”.
Con la remodelación del campo y la nueva pelota, la factura de ampollas rotas comenzó a superar con creces la paciencia de su progenitora. Eso motivó que se abortara la competición y además el cierre indefinido de las instalaciones. A Oli se le aplicó una sanción ejemplar. «Vamos, ni que hubiera lesionado a Amancio…«, rezongó.
A partir de ahí, el chavea se las tuvo que ingeniar de otra forma para continuar marcando gorrazos…