Sería complicado establecer exactamente el día y, así, fijar la efeméride, porque, en realidad, aquello fue un proceso, un racimo de partidos. Hablo de lo que pasó hace diez años, el comienzo de la segunda vuelta del primer curso de la ‘era Rijkaard’, que significó –hace tiempo lo sabemos– el despegue definitivo del Barça. Desde entonces, el equipo ha jugado mejor o peor, pero lo ha hecho sin abandonar un estilo que le distingue. Se trata de la década prodigiosa. Diez años de éxitos, dos lustros futbolísticamente impensables para la mayoría de generaciones de barcelonistas, aquellas que saben muy bien qué significa no ganar nada durante años.
Podríamos enumerar la cantidad de títulos ganados desde entonces (24) para reforzar el concepto, aunque bastaría con aludir a las tres Champions, suficientemente representativas de esta época de vino y rosas. Ellas tres y el esplendor de una generación acaso irrepetible.
Si nos aferramos a la certeza de que el éxito deportivo suele ahuyentar o al menos esconder o postergar las tormentas institucionales resulta sorprendente, como mínimo, el recuento de las crisis que han azotado al club en la última década. Los goles no han traído paz. No va con el Barça, se ve, el viejo axioma que todo lo resuelve si la pelota entra en la portería rival. La periódica judicialización del club, la aparición constante de socios en busca de respuestas que la entidad no facilita, las mociones de censura… Mirando atrás vemos un paisaje tempestuoso de despachos. Una década infame.
La infamia –nos defendemos– no tiene que ver con el derecho de los socios a la queja, sino con la incapacidad de los barcelonistas para domar al monstruo de dos cabezas. Hoy manda una, mañana la otra: la discusión no acaba nunca.
El breve paso de Sandro Rosell por la presidencia ilustra la lucha eterna. Accedió al gran trono decidido a borrar todo aquello que Laporta había dejado escrito. El mismo deseo de acabar el legado laporteano le delató. Un presidente no pudo haber hecho todo mal. Es imposible. Rosell equivocó su estrategia. Y ello no le permitió, siquiera, vivir con plenitud el que acaso sea el mejor momento de la historia futbolística del Barça: la final de Wembley en 2011.
Pero también la dimisión de Rosell descubre el pulso infinito del barcelonismo. Sus detractores le atacaron con dureza, le tildaron de irresponsable, cobarde y corrupto, olvidando que, más allá de cualquier incoherencia en sus declaraciones, los orificios de bala en el portal de su casa no admiten más gestos que la comprensión de la renuncia.
Con Sandro fuera, ya se está librando la batalla de la legitimidad, fina línea trazada por el sentido común de cada uno de los barcelonistas. Debate infinito. El Barça en su máxima expresión.
¿Hay elementos para que el barcelonismo se sienta orgulloso de esta saludable inclinación a la polémica? Probablemente sean los socios optimistas quienes los encuentren.
¿El Barça es tan grande porque, como sucede en el arte, su genio nace de la queja?
Casi siempre en esta década, el fútbol ha sostenido a las directivas, como el artista fértil que se eleva sobre su infierno cotidiano para crear.
El Barça ha cambiado su historia en este tiempo. Los méritos y las culpas son de todos. Tormenta eterna en los despachos, sosiego genial en el campo, fuego verde donde arde el genio de un estilo único. Hace diez años ya.
Ramiro Martín es periodista y autor del libro ‘Messi, un genio en la escuela del fútbol’.