Aquel verano en Toronto

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Somnoliento y sudoroso ocupaba un butacón en la planta menos uno del Crowne Plaza. A cualquier hora del día, y seguramente también de la noche, estaba al pie del cañón. Un cigarro puro apagado en la boca y más de un centenar de kilos descansaban en aquella oscura estancia de uno de los mejores hoteles de la ciudad presidido por una bandera y una divisa: «Viva Cuba Libre«.

Raúl se sentía orgulloso cuando le recordaban su papel como componente del ‘KGB cubano‘ y sabía que aquel viaje a Canadá era un premio por sus desvelos hacia la causa castrista y también por su pasado como canastero en La Habana.

A aquella hora, como tantos otros días, los chicos estaban todos viendo el partido televisado, el ‘Dream Team II‘ como bautizaron a aquel equipo estadounidense (O’Neal, Reggie Milller, Joe Dumars) heredero del de Barcelona 1992, se medía a Rusia y nadie quería perdérselo.

Unos minutos después, Alfredo Jordan aparcó su furgoneta en la parte trasera del Crowne. Por una ventana del hotel se deslizó un ágil atleta y en pocos segundos se introdujo en el interior del vehículo. A Matienzo, vestido con unos pantalones, una camiseta y unas zapatillas de baloncesto, se le saltaron las lágrimas cuando abrazó a Alfredo, aquel conocido hombre de negocios cubano que lo había organizado todo y con quien había hablado por teléfono un par de veces.

Richard Matienzo era la estrella de la selección cubana de baloncesto en 1994, como el año anterior lo fue Andrés Guibert. Ambos decidieron emprender la huida del asfixiante mundo castrista y dejaron atrás su familia y los recuerdos en pos de una nueva vida.

Dos días después, Augusto Duquesne aprovechó un paseo del equipo cubano en una zona comercial para abrir la puerta de la misma furgoneta y emprender el mismo camino abierto un año antes, durante la celebración de los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Entonces se produjeron 42 deserciones, mayoritariamente de boxeadores, pero también de beisbolistas que acabaron muchos de ellos triunfando en las grandes ligas norteamericanas.

Los casos de Matienzo y Duquesne los viví en primera persona aquel frío mes de agosto de 1994, en mi primer Mundial como periodista.

Recuerdo las informaciones del ‘Toronto Star‘ y aquellas fotos de dos jugadores en busca de un futuro mejor. Contaban cómo tenían que subsistir con diez dólares al mes y vivir hacinados toda la familia (padres y abuelos) en un pequeño habitáculo. Cada entrevista era un puñal capitalista que se clavaba en el corazón de la revolución.

Los primeros en desertar de la Cuba Libre de Fidel fueron tres boxeadores que se marcharon en 1959. Uno de ellos, José Legrá aterrizó en aquella España de la dictadura y triunfó con los guantes y como arma propagandística.

Matienzo y Duquesne, más el primero que el segundo, consiguieron lo que buscaron. Tuvieron una carrera longeva y se pudieron dedicar al baloncesto. Nada más obtener su permiso de residencia, Richard contactó con Julio Matienzo, su padre, que desde 1980 vivía en Filadelfia.

Jugó en una universidad norteamericana de tercer nivel, la Miami Dade, y pasó por Puerto Rico (Utuado), Argentina (Ciclista Juninense) y se instaló en Uruguay (Paisandú), donde obtuvo la nacionalidad aunque nunca pudo jugar para su país de adopción. Se retiró con 41 años como jugador del Círculo Sportivo.

Duquesne también salió ganando desde el primer instante. Obtuvo una beca mensual de 800 dólares en el Durham College de Ottawa, aunque su currículum se pierde en los diferentes bancos de datos baloncestísticos consultados.

Legrá, Guibert, los boxeadores y beisbolistas de aquel Centroamericano de 1993, Matienzo y Duquesne abrieron la veda, continuada por la columna vertebral del equipo cubano de baloncesto en el Torneo de las Americas de 1999.

Desde entonces la sangría no se ha detenido, ni seguramente lo hará con la nueva ley que entrará en vigor a partir de 2014 de una nueva política deportiva cubana, que permite a sus deportistas firmar contratos en el extranjero siempre que «estén presentes en Cuba para las competencias fundamentales del año«.

Raúl lo lee en el ‘Toronto Star‘. Sigue somnoliento, con unos cuantos kilos de más, pero igual de sudoroso y con un eterno puro en la boca. No se lo acaba de creer. Han pasado casi veinte años y ha cambiado la planta menos uno por la recepción. En el cajón de casa, aún guarda con nostalgia aquella raída bandera con la divisa: «Viva Cuba Libre«. Sonríe.

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