Las tardes luminosas parecen emigrar. La noche hace acto de presencia un poco antes cada día. Y se acaba de producir el cambio de hora. Casi sin querer rescatamos la pereza y preferimos ver la vida en forma de domingo por la tarde desde el lado más calentito de la ventana. También ese pecado capital acecha al tenis. Si decides ver un partido en directo tienes que asumir que lo mejor es ir abrigado. Y si piensas en jugar, la sola idea de ponerse los pantalones cortos ya provoca un cierto escalofrío. Así que el mejor plan se antoja… disfrutar de este deporte envuelto en una manta y con un té entre las manos.
Atrás quedaron meses de torneos al sol. La mayoría de los partidos del circuito se juegan al aire libre. Y público y jugadores lo agradecen. Sí, está el molesto viento de California, el rutinario cielo gris londinense o la pesada humedad de Nueva York. Es fácil recordar los parones por la lluvia parisina, con las pistas cubiertas por lonas, sin saber cuándo abrirá el cielo. Cada vez hay más techos retráctiles. Y estos días se juegan torneos en moqueta y cubiertos en los que da igual que afuera estén cayendo rayos y centellas. Pero, en mi modesta opinión, la idiosincrasia del tenis va asociada al aire libre. Los golpes no suenan igual. Los aplausos, tampoco.
Por eso me enamoré de la tierra batida. Tenía 14 añitos cuando el destino de uno de los muchos campamentos que alegraron mi infancia me llevó hasta un camping de una soleada Lloret de Mar. Y allí no descubrí ni suecas ni botellones. Allí pisé por vez primera una pista de arcilla. La misma tierra que tantas veces había visto por la tele. Y, como no me quise conformar con las horas que pasaría jugando en las clases, organicé un campeonato para que todos los que quisiéramos pudiéramos jugar también en nuestras horas libres. Con la piel bañada por el Mediterráneo y bajo un inolvidable cielo azul, disfruté cada día… de las pisadas. De cada tanto. De los ataques y contraataques con los que acababas corriendo y deslizándote por toda la pista. Del olor de la tierra recién regada.
Y hasta hoy. Porque sigo enamorado. Porque sigo siendo aquel niño que sueña con llegar a una bola imposible, devolverla y ganar el punto, como tantas veces he visto a mis ídolos.
Así que voy a sacar la manta. Voy a pensarme si cancelo el partido del domingo. Y voy a contar cuántos días faltan. 70 para el primer torneo al aire libre. 100 para el primero sobre arcilla. 180 para el Conde de Godó. Más de 200 para Roland Garros. Mejor abandono las cuentas, dejo el té en la mesa y trato de dormirme. Quizás logre así, al menos en sueños, que esté más cerca un nuevo cambio de hora. El que despida a los melancólicos y gélidos días de otoño e invierno, esos que tan lejos me llevan de mi añorada y soleada tierra batida.