Sin edad

El otro día, sentado en uno de esos parques ahora convertidos en los espacios relativamente más seguros para verse con alguien, los vi. Al sol. Con años y arrugas encima. Y comentando entre risas las jugadas que acababan bien. Y las que no. Porque por algo quedaban. Para pasar un buen rato. Curiosamente a los pocos días vi un vídeo grabado por alguien que se había quedado de piedra viendo una escena parecida. Mayores. Muy mayores. Jugando al tenis.

Y no pude evitar acordarme de aquellos años. Como para olvidarlos. En los que cada mañana me iba hasta un club de tenis en el que coincidía y jugaba con unos cuantos abuelos que me adoptaron como un nieto que estaba encantado de correr, pegarle a la bola y tejer complicidades desacomplejadas entre jugada y jugada. Como si fuera el mejor plan que pudiéramos hacer en aquellos despertares fríos y soleados con el Mediterráneo al fondo. Y es que tal vez lo fuera.

Era una manera de hacer deporte, de agitar la cabeza. Además yo de pequeño apenas disfruté de la compañía de mis abuelos, a dos de ellos no llegué ni a conocerlos. Por eso me fascinaba ver y escuchar a aquellos abuelos tenistas. Hablando del tiempo. De política, claro. De cuando se jugaron allí los Juegos Olímpicos. De cómo había jugado el Barça la noche anterior. O de las malditas operaciones. Las salvadas. Las venideras.

Los recuerdo muy puntuales. Competitivos. Y muy ingeniosos. Por eso a veces echaba con ellos hasta tres partidos la misma mañana. Porque no sabía ni quería decirles que no. Porque estaba seguro que la azarosa vida me llevaría algún día a otra ciudad. A otros horarios. A otra vida en la que no pudiera jugar con ellos. Y no quería desaprovechar esa compañía, esa mezcla de veteranía, socarronería y vitalidad. Como aquella mujer que jugaba apenas días después de operarse de un cáncer. El que fumaba nada más acabar el partido. Un Ducados. El que, depende de por dónde le viniera una bola, cambiaba la raqueta de mano. De mano. El que organizaba campeonatos con una pasión digna de convertirse en todo un juez de silla. O el que me decía que, fuese cual fuese el resultado final, él contaría al llegar a casa que había ganado.

Luego, al acabar, los veía inflarse a bromas entre ellos mientras iban entrando y saliendo de la ducha. Desprendiéndose de muñequeras y vistiéndose por los pies. Echándose esas colonias que me transportaban a mi barbero de cuando era pequeño. O jugando al dominó. Antes de volver a casa. Sin prisa. Con el cuerpo bien ejercitado para una siesta. Para recuperar fuerzas y volver a la mañana siguiente. Para soñar con jugadas imposibles.

Cómo no disfrutarlos. Cómo no echarlos de menos.

 

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