Contaba Roberto Fontanarrosa en uno de sus cuentos (Lo que se dice un ídolo) la historia de Pedrito, un buen jugador que, sin embargo, no era el ídolo de la afición a pesar de ser el delantero centro del equipo y llevar a sus espaldas tantos goles como patadas de las férreas defensas rivales. ¿La causa? Nunca se revolvía. No se encaraba con aquel defensor que se olvidó de la pelota, no criticaba al árbitro al final del partido, no lanzaba arengas antes de los partidos, pronosticaba derrotas cuando a su equipo le tocaba enfrentarse a los grandes. Era un caballero, un tipo cabal, lógico, frío. Sin embargo, todo cambió una tarde, en un partido contra Vélez. Marcado por un defensa que abusaba tanto del lenguaje como del tackle, Pedrito finalmente se dio media vuelta y asestó un puñetazo que tumbó de pleno al adversario. El delantero, que jamás había visto una tarjeta, fue expulsado.
Y nunca fue jaleado como entonces.
El ser humano ama la imperfección. En el refranero español, figura uno que lo resume de manera excelente: amores reñidos son los más queridos. La perfección se admira, los defectos despiertan pasión. Incluso se recela de aquellos más correctos, pensando que deben ocultar algo. Nadie puede ser tan perfecto. Es en el momento en el que dejan de serlo cuando son acogidos con cariño, con una sonrisa pícara. La ausencia de la perfección nos hace sentir mejor con nuestros fieles defectos, su sospecha nos incomoda.
Neymar es ya, pocos meses después de su llegada, un ídolo en el Camp Nou. La palabra quizá quede algo grande a un jugador que aún no ha pasado ni un año en Barcelona ni ha marcado goles importantes. No obstante, cada vez que recibe el balón, la excitación recorre el estadio como un impulso eléctrico. El vello se eriza, el corazón empieza a palpitar ante la expectativa de verlo correr, de verlo driblar. Sus botas son el mejor argumento que se puede esgrimir a favor de la teoría de la generación espontánea. A pesar de ello, la mayoría de sus arrancadas son infructuosas o acaba en el suelo, derribado por un defensa que muy probablemente luego recibirá una falta del brasileño, vengativo.
Messi es quirúrgico. Se ha habituado a transitar libremente por la mitad del campo del rival, cada vez abundando más en sus paseos sin aparente rumbo ni ritmo. Leo se mide, se guarda. Desaparece en grandes fases del partido, sumergido en oleadas de pases, saliendo a la superficie para volverse al momento. Deambula hasta que, con un olfato inhumano, presiente sangre. Es entonces cuando la pide y se abre paso como un panzer hasta el área rival. No importa que los defensas intenten la falta: él seguirá evitando el ángulo de 180º como si le fuese la vida en ello. Esa ocasión es probable que acabe en la red rival; en cambio, Neymar aún se estaría doliendo de la última entrada.
Es aún un sacrilegio plantear tan siquiera la pregunta de si es más querido el brasileño o el argentino. Leo es, junto a Guardiola, el principal artífice de la mejor época de la historia culé. Messi puede caminar 89 minutos para lograr el gol de la victoria en el único en el que su velocidad supera a la del rival. Neymar puede estar 90 minutos intentando generar ocasiones y marcharse de vacío. El 10, número de la perfección, es el profeta de lo imposible, el genio de la lámpara. El 11 es un gregario de la genialidad, un manojo de talento salpicado por aún aparentes taras. Que su nombre comience a ser vitoreado con fervor en el Camp Nou sólo depende de que logre enviar a las mallas un balón en uno de los pocos partidos importantes que tiene ocasión de presenciar el aficionado azulgrana en su feudo. Sin embargo, pocos lo reverenciarán.
Dios sólo hay uno.