Hubo una época en la que los duelos entre Atlético de Madrid y Barça eran sinónimos de goles. De muchos goles. Hubo una época en la que los partidos entre colchoneros y culés significaban pinchazo de los últimos, a causa del Niño que ya no lo es y del pequeño argentino con un apodo de dibujos animados, acorde con su juego. Hubo una época en la que los cruces entre los hoy primero y segundo de Liga eran el caramelo en la puerta del colegio de Messi, el sabor favorito del infante más travieso desde Daniel, duelos al sol de los focos que siempre se decantaban a favor del mejor tirador.
Simeone, al que suponemos más aficionado al señor Wilson que al pequeño Daniel, ha metido en vereda a Leo, que ha cambiado la eterna clarividencia de la infancia por una adolescencia de manual. Días brillantes combinados con otros en los que no te reconozco, con los no logro entender qué te pasa, con lo bueno que eras de niño. Simeone obliga a Messi a estar noventa minutos de cara a la pared, una pared que lo sigue allá donde va y que pone límites a todos sus movimientos, un decorado más propio de El show de Truman que de un partido de fútbol. Nadie ha logrado comprender tan bien la esencia de adolescente ciclotímico, valga la redundancia, de Leo como su compatriota.
1-1, 0-0, 0-0 y 1-1. Ese es el código binario en el que programa Simeone a sus jugadores. Entre ceros y unos no hay lugar para medias tintas. O se va a todas o no se va. Y Messi, que ha encontrado en la intermitencia su hábitat, se halla incómodo. Cuando sus circuitos transmiten los impulsos, tiene encima a un equipo de artificieros que desactivan la amenaza mejor que los del TEDAX, convirtiendo en frustración los pocos momentos de lucidez de los que hace gala el rosarino recientemente.
Sin embargo, todos recordamos como Daniel siempre se acababa saliendo con la suya. Leo aprende, convierte cada encuentro en una ratificación de la teoría de la evolución de Darwin. Disecciona con espíritu de cirujano, el mismo que emplea para infundir la inyección letal a un partido, los errores del rival. Lo puedes frenar en una ocasión, quizá dos y los muy afortunados incluso tres, pero no para siempre. Messi, antiguo alumno modélico cuya madurez lo ha llevado a prescindir de los parciales para perseguir la matrícula en el examen final, siempre acaba apareciendo para poner el palo al Chupa-Chups.
Para desesperar al señor Wilson.