Eres tú, soy yo

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La teoría de la combustión espontánea es aquella que expone que un cuerpo puede empezar a arder de súbito sin motivo aparente. Es decir, que alguna fuente interna desencadena la reacción de ignición. Como en todas las habitaciones en las que la luz de la ciencia no consigue abrirse paso, hay partidarios de la existencia de este fenómeno y otros que lo tildan de ridículo. Estos últimos, sin embargo, y todos aquellos que son escépticos respecto a la combustión espontánea cuentan con un ejemplo fabuloso en la ciudad de Barcelona para ver refutados sus argumentos. Y es que en el centro de la capital catalana, en un estadio que, tan de repente como el mismo fenómeno, se ha vuelto muy, muy viejo, vive un club que lleva ciento quince años probando que uno puede quemarse a sí mismo sin necesidad de recurrir a cerillas ni encendedores.

Que esta semana haya salido una noticia respaldada por TV3 y firmada por Jordi Grau en la que anunciaban que Gerardo Martino tiene decidido abandonar el Fútbol Club Barcelona sólo hace que confirmar el permanente incendio instalado en un equipo regido por las Leyes de Murphy. Al americano que da nombre a las leyes le quedaba algo lejos la Ciudad Condal, pero podría haber encontrado una inspiración infinita en la urbe que da cabida a las obras de Gaudí. Para más inri, la exclusiva llega cuando en menos de siete días el conjunto azulgrana se juega todas las opciones de conquistar el título de Liga en la casa del líder y enemigo más acérrimo.

Como no podía ser de otra forma.

De ser cierto lo que Grau afirmaba, no podemos más que entender a Martino. Criticado cuando gana, cuando pierde y cuando empata, cambió la pasión febril de Rosario por un ejército de viudas. Al Tata se le pide un imposible, algo que sólo ha logrado Marty McFly en un rollo de dieciséis milímetros de ancho. El que quiera volver a 2011, que tire de los múltiples formatos que se hallan a su disposición para ver partidos pasados. Pretender que, tres años después, un equipo con las mismas caras, una enormidad más de tiempo en sus piernas, más saciados y con los vicios disparados tanto o más que el ego juegue en diferido es una quimera que daña a todas las partes implicadas. A Martino lo trajeron como convidado de piedra, con un equipo ya diseñado desde lo más alto y con la connivencia de los mismos, que prometieron mirar a otro lado al bajar al vestuario si estos se comportaban de forma recíproca.

El rosarino no está exento de culpa. Como gran parte de los entrenadores que debutan en un equipo, Martino se acogió a los intocables del vestuario y fió a ellos el devenir de la temporada. Quizá demasiado consciente de la poca fiabilidad que transmitían los que contaban con el botón rojo, supo que ganarse al vestuario era su única esperanza. Y en la caseta del Barcelona conviven gigantescos futbolistas con sus no menos gigantescas personalidades, a las que hay que añadir un saco repleto de títulos que los frena a la hora de correr a por un balón cualquiera. A esa gestión, en ocasiones dudosa (inconvenientes de vender el alma al diablo), de los recursos de los que dispone se le ha unido una incomprensión tan espantosa como mutua con el aficionado culé. Muchos seguidores del equipo azulgrana se sienten despechados, abandonados por el amor de su vida, creyendo que ya nada será igual, obviando la oportunidad que ello representa. La nostalgia emborrona la razón, la idealización gana el pulso a toda lógica. Martino, entrenador y no psicólogo (a pesar de su procedencia), no parece acabar de entender el trauma culé, o si lo llegó a comprender lo substituyó por un resentimiento propio al no ver reconocidos sus méritos como exprimidor. El entrenador dinámico, de sonrisa fácil y discurso futbolístico fue tornándose taciturno, incómodo. Se contagió de aquellos que lo contrataron y la situación posee visos de irreversibilidad, sea cuál sea el saldo con el que se cierre la temporada.

Y, hoy por hoy, la mejor opción parece una ruptura. Por el bien de los dos.