El fútbol es injusto. Cruel. El mismo año en el que Carles Puyol ponía punto y final a su trayectoria en el Barcelona -y quizá en el fútbol- por su maldita rodilla, la misma extremidad truncó de manera despiadada la posibilidad de ver a Víctor Valdés despidiéndose por todo lo alto del Camp Nou. Anunciada su marcha desde hace más de un año, el público esperaba poder brindar al meta de l’Hospitalet un ‘hasta luego’ a la altura de su carrera, una carrera que lo sitúa en lo más alto de cuantos han defendido la portería culé.
Maldito fútbol, que golpea con un gancho de derechas y niega la réplica. ¿De qué sirven las rotaciones, descansar a los jugadores, cuando en cualquier momento la fatalidad puede desatarse por un caprichoso y sádico azar? Fue en uno de los balones más simples que Víctor haya tenido que detener en su vida, una jugada sin historia. La pelota, confabulada con el destino, se escapó, harta de esas manos que han impedido tantas y tantas veces su cortejo con la red. VV, que lleva la victoria hasta en el nombre, tuvo que rectificar el vuelo y en la caída se esfumaron las esperanzas de verlo abandonar l’Estadi de su propio pie, recibiendo la infinita ovación que merece, con una sonrisa en el rostro. La última imagen que tendrá el Camp Nou de Valdés como cancerbero local será la de este siendo retirado en camilla, con tanto o más dolor en el alma que en la rodilla.
Así acaba una trayectoria que se remonta a 1992, momento en el que un chaval de diez años que no quería ser portero llega a las categorías inferiores del Barcelona. No duraría mucho: su familia se trasladó a Tenerife y él no aguantó hacer aquello que detestaba sin el calor de los suyos, así que cogió las maletas y cambió una jaula de tres palos por surcar el inacabable Atlántico en una tabla de surf. En 1995, con trece años, volvió a la Ciudad Condal y se reincorporó a la entidad.
“Jugar al fútbol de portero cada fin de semana ha sido un sufrimiento especial”, reveló Víctor en un Informe Robinson dedicado a su carrera. Reconoció que, hasta alcanzar la mayoría de edad, dejar el fútbol siempre estuvo en su cabeza y que de no haber sido por su padre y por su hermano habría acabado sucumbiendo. Prácticamente veinte años después, en su portería no cabrían todos los títulos que sus manos facilitaron; a saber: seis Ligas (que, en caso de ser siete, nadie podrá arrebatársela de su palmarés), tres Champions League, dos Copas del Rey, seis Supercopas de España y dos de Europa y dos Mundiales de Clubes, sin olvidar los cinco Zamoras que lo colocan en una posición única en el fútbol español.
Cuando, en unos años, volvamos atrás la mirada para rememorar los mejores momentos de nuestras vidas, allí estará Víctor Valdés defendiéndolos. Igual que lo estuvo ante Henry, al que desquició en la final de 2006, o ante Cristiano en 2009, el mágico año en el que los sueños se hicieron realidad. Casi veinte años después de la primera Copa de Europa, dejó su impronta en Wembley, estadio que vio, de nuevo, la coronación del Barça como mejor equipo del mundo. Miles de paradas lo avalan, sus puños han abortado tantos goles que harían a más de uno de la calle de Génova palidecer, sus pies fueron tanto agujero negro de jugadas rivales como Big Bang de propias.
Maldito fútbol, que nos ha robado el adiós al guardián del mejor equipo de la historia, el hombre que tejía semana a semana una red para los funámbulos que tocaban el violín en el fino alambre. Sólo podemos desear que la suerte que le ha faltado en su despedida lo acompañe en su nueva etapa. Desde luego, a nosotros siempre nos acompañará el recuerdo de ese niño que nunca quiso ser portero y que por el camino se convirtió en el mejor de una entidad centenaria. Gracias, Víctor y mucha suerte.