Resulta curioso cuanto menos leer a aficionados culés hablando del fracaso de Guardiola en la eliminatoria de semifinales contra el Madrid. Seguidores de un club que quedó eliminado en la ronda anterior y que, a no ser de un milagro, cerrará la temporada con un único título que se ganó en agosto y sumido en una depresión que afecta a todos los niveles. Un equipo en derribo, la máxima estrella no se siente cómoda, el fichaje de relumbrón no ha demostrado estar a la altura y una ojeada a la directiva proporciona el mismo efecto que viajar en el tiempo treinta años atrás.
El descalabro de Guardiola fue tan sorprendente como incontestable. El Bayern pareció desnaturalizado, arrojaba la impresión al espectador que no se sentían cómodos con el balón, que no creían con los ojos cerrados en la religión de Pep. Lógico, por otra parte: jugadores que han ganado todo bajo el dogma de la verticalidad serán más escépticos a aferrarse a una idea ajena cuando las cosas vayan mal dadas. La fe le duró al equipo bávaro veinte minutos de ciento ochenta, los mismos que tardó en encajar el primer gol. Quizá los jugadores se preguntaron el por qué de no recurrir a lo que funcionó hace apenas unos meses para reconducir la situación.
Ese problema de convencer a sus hombres es, sin embargo, algo que no incumbe al Barcelona. Es un rompecabezas que Pep tendrá que solucionar y del que muy probablemente saldrá un equipo fortalecido y mucho más peligroso. Aprovechar la situación para cargar contra el entrenador más exitoso del club y contra el único modelo que ha funcionado en el Barcelona de manera consistente es ventajista, injusto y representa tener una viga del tamaño de la Sagrada Familia en cada ojo.
Si Guardiola – que no el Bayern, claro – han fracasado cayendo en semifinales, habría que buscar el sustantivo para definir la temporada del Barcelona: caído en cuartos de la Champions League sin marcar un único gol en la vuelta, subcampeón en Copa y tercero de facto en Liga. El 3-4 en el Bernabéu que tanto se esgrime hoy va a tener el mismo valor que haber perdido por cinco, ya que el Barça se encargó de dilapidar esa ventaja conseguida, el tan infravalorado derecho a depender de uno mismo.
El Barça no jugará en Lisboa y eso es todo lo que debería importar a sus aficionados. Los problemas del Bayern o las victorias del Madrid no van a cambiar ni un ápice las soluciones de choque que necesita el conjunto blaugrana. Sí, todo se vería mejor, con más calma, si el Madrid viese la final desde el televisor, pero esa perspectiva es de club pequeño. Si algo ha tenido que aprender el Barça en su ciclo de victorias es a no depender de los demás para decidir su destino. Una independencia que deberían haber proporcionado esos catorce títulos de diecinueve posibles para poder afrontar el futuro sin preocupaciones por las victorias ajenas. Si después de todo ello, la temporada sigue estando salvada por la derrota de turno del eterno rival, significará que lo logrado no ha servido para nada.
Más que congratularse por la desgracia de un ex o desear la derrota del archienemigo en Lisboa, bien harían los del palco en preguntarse por qué el equipo que dirigen no viaja a la capital portuguesa ni tan siquiera se ha quedado a las puertas de ello. El Barça es demasiado grande como para vivir, de nuevo, pendiente de los demás.