Dentro de la perpetua contradicción que encarnamos –en ese sentimiento tan propio que podría ser el único que nos definiera como especie– de querer agarrarse al pasado cuando éste ya se ha escapado, me fascina especialmente la infancia. Sólo los adultos quieren ser niños, quizá porque, como dijo Jean-Jacques Rousseau, «la infancia es el sueño de la razón«. Quien más quien menos evoca esos días de manera frecuente y los acompaña del suspiro prototípico del primer amor, el que dice a gritos que cualquier tiempo pasado fue mejor.
A Leo Messi alguien le ha dicho que los Reyes son los padres. Sigue jugando al fútbol con alegría y pasión, celebra los goles con ímpetu y su cara se torna frustración a cada pase o lanzamiento que no reproducen de manera fidedigna lo que él previamente ha diseñado en su mente de genio. Sin embargo, hace ya meses que sus noches no se corresponden con las de un infante en el crepúsculo del cinco de enero, sus arrancadas mágicas que justificaban cualquier error que hubiese podido cometer en años anteriores o venideros corren peligro de extinción, su electricidad sufre cada vez de más inoportunos cortocircuitos.
Quién sabe si será por la cercanía del Mundial, el mayor regalo al que aspira, por su paternidad o por las malditas lesiones que, deseosas de poder echarle el guante desde hace años, no se quieren deshacer de él. Quizá sea un poco de todo o bastante de nada, pero el pragmatismo parece ser ahora el destino de todas sus acciones, que antes venían motivadas por una formidable anarquía y una ausencia manifiesta de razón, una voracidad animal y una instantánea ruleta rusa en la que se decidía su siguiente movimiento. Nunca sabrás cuál será el próximo salto de una pulga. De ello, sólo ha quedado su precisión de cirujano en la ejecución, brasas del incontrolable incendio que fue y que aún así pueden calcinar a cualquier oponente que cometa el imperdonable error de errar cuando él se halla cerca. Así derrumbó a un compacto City o soterró las esperanzas del Almería con un prodigioso lanzamiento de falta y con un portentoso cabeceo que significó el 3-1 de Puyol.
Continúa siendo el mejor, pero en él ya cuesta ver aquello que lo llevó hasta esa posición de privilegio. Aquello por lo que se llenaban estadios y por lo que cualquier ampliación propuesta quedaría corta. Aquello que nos enamoraba, que invocaba nuestros días más cortos. Messi parece haber llegado a la pubertad y nosotros, más que nunca, anhelamos volver atrás en el tiempo.