Ninguna idea es perfecta. En ningún aspecto de la vida. La perfección está reservada para el terreno de lo etéreo, para los sueños de los imperfectos. Es el horizonte que nunca se alcanza, levantar la mano hacia el cielo y encontrar siempre un centímetro más de aire. Aun así, el denominador común en los grandes éxitos del Barcelona durante las dos últimas décadas es el balón. El esférico como alfa y omega, el que todo lo ordena, el que se desplaza más rápido que nadie. Ello implica, sin embargo, una total concentración de aquellos encargados de mover la pelota: no basta con pasarla y tenerla, hay que pasarla y tenerla con un objetivo, con velocidad y precisión, con la portería en el punto de mira. El balón es el medio, no el fin, por el que transcurre, como si se tratara de agua, la electricidad del juego.
El fútbol evoluciona a pasos agigantados. Un año es una enormidad. Como el virus de la gripe, se adapta con una maleabilidad asombrosa y las defensas que funcionan un año se tornan inútiles al siguiente. El éxito arrollador del modelo alrededor del balón, tanto a nivel de clubes como de selecciones, ha cultivado un estilo antagónico, el que renuncia al balón para dominar los espacios, un antídoto casi perfecto. Sin embargo, lo que hoy triunfa, mañana no tiene ninguna garantía de hacerlo. El deporte rey devora a aquellos que vencen con aún más voracidad, sin ningún dolor de conciencia. Los ciclos virtuosos que logran persistir más de tres años son una excepción histórica, un error. El primer título que se levanta es el pistoletazo de salida hacia la inevitable caída, simboliza firmar una sentencia de muerte con fecha no revelada, porque el fútbol, además de no tener memoria, es morboso.
Es imposible afirmar que el modelo que enarbola el Barça volverá a proporcionar las alegrías del período que estos días se agota. No obstante, someterse a los vaivenes del fútbol sin un madero al que asirse resulta mucho más arriesgado. Las modas se desvanecen a ritmo de vértigo. El campeón de Europa de mañana no volverá a repetir triunfo el mayo siguiente, tampoco lo hará el que tenga la suerte de hacerse con la orejona en 2015. Aferrarse a una idea y no dejarla ir supone tener la seguridad de que, tarde o temprano, con trabajo y tesón, volverás a estar arriba, en esa posición de privilegio que significa, irremediablemente, el primer paso hacia la caída, en un ciclo que nunca termina, pero en el que es mucho más sensato tener las ideas claras que dejarse llevar por el viento que sople a cada momento o se corre el riesgo de terminar perdido en medio de la inmensidad de la nada.