Era doce de marzo, el sol hacía horas que había abandonado y la noche era helada en toda Barcelona. La vida se reducía a los hogares, las calles transitadas sólo por aquellos que volvían rápido a casa después de una dura jornada laboral, embutidos en sucesivas capas de ropa. En algunos, caras de excitación. En los bares, el precioso sonido de la expectación que emanaba de los allí reunidos, sonido roto por algunos gritos y cánticos aislados de aquellos más aterrorizados, de aquellos que pretendían dejar atrás sus miedos alzando la voz.
En un lugar de la ciudad, el frío no se atrevía a entrar. 95.000 personas le negaban la entrada, el calor brotando de ellos como en un mediodía de agosto. El silencio también se vio exiliado, vetado. Esa generación necesitaba una remontada. Lo dijo Xavi, alma del equipo que había perdido 2-0 en Milan en un partido despojado de intensidad. El Barça, favorito al título, se encontraba contra las cuerdas en octavos de la Champions League. Nadie había remontado un 2-0 desde que la Liga de Campeones pasó a denominarse Champions League. El reto era mayúsculo y el equipo, con Tito tratándose de su enfermedad en Nueva York, se encontraba perdido, sin que Roura supiese enderezar el rumbo.
Nada de eso importaba cuando el árbitro pitó. El Barça necesitaba tres goles en el Camp Nou, algo habitual desde 2008, incluso en Champions. Había fe en la mejor generación de futbolistas que jamás ha llevado esos colores. Y ese apoyo incondicional se vio rápidamente recompensado con un golazo de Messi cuando apenas pasaban cinco minutos de partido. El Camp Nou estalló, más confiado que nunca, más cerca de su equipo que cuando abrumaba a sus rivales a base de fútbol, sabedor de que quizá el equipo ya no tenía suficiente fuerza para lograrlo por sí mismo, conscientes de que cualquier empujón podría decantar la eliminatoria.
El 2-0 al descanso habría llevado a la prórroga, pero nadie pensaba en ello. Fue tal el despliegue del conjunto dirigido ese día por Roura que habrían marcado los goles que hubiesen hecho falta. El Milan podría haber ganado la ida por 5-0 y haberse llevado seis. Esa noche nada era imposible. La comunión entre afición y equipo fue total. Cuando Alba marcó el 4-0 final, la explosión de felicidad pudo haber causado un nuevo Big Bang, un universo en el que ese Barça jamás tuviese fin, un mundo en el que este equipo que una vez fue inacabable pudiese seguir afinando los violines semanas tras semanas.
Semanas después, todo quedó en cenizas. Esa mágica noche fue el concierto en el tejado de un equipo que aún debe demostrar si fue un canto de cisne o, si por el contrario, resurgirá de sus cenizas.