Cuando el 9 era verdadero

Corría el verano de 2009. Ninguno tan feliz como ese para el culé, que festejaba el primer triplete de la historia de la entidad. La Liga, ganada brillantemente en el inolvidable 2-6 en el Bernabéu; en la Copa, el Athletic, a pesar del susto inicial, fue finalmente avasallado; y la Champions, más pastel que guinda, situó para siempre en el mapa la ciudad de Roma. Por delante se presentaba el reto de ganar las dos Supercopas y el Mundialito, título que aún faltaba en las vitrinas, y ser el primer equipo capaz de ganarlo todo en un año. El verdadero objetivo, sin embargo, era continuar en lo más alto en mayo.

Pep nunca podría haber inventado la Coca-Cola. Su ambición de mejorar es tal que ninguna fórmula le hubiese parecido suficientemente buena, habría cambiado los ingredientes y sus proporciones constantemente hasta lograr el refresco perfecto o vaciarse en el intento. Trabajó durante cuatro años sin descanso para conseguir que un grupo de once jugadores perdieran su carácter humano y conformaran una máquina precisa y letal. Su éxito fue innegable, aunque acabó triturado entre los engranajes del monstruo que creó.

Ese perfeccionismo, esa obsesión por encontrar nuevas soluciones para amenazar y superar las defensas del adversario sólo rivalizada por los microorganismos, fue lo que llevó a Guardiola a desprenderse del mejor 9 que ha tenido el Barça desde el fugaz Ronaldo. A toro pasado, fue un error tremendo. Eto’o era la punta de la lanza mejor afilada del continente, una delantera que marcó cien goles en un año sin que el grueso de ellos tuviera firma argentina. Huelga decir que, en el momento en el que el trueque por Ibrahimovic se realiza, nada de eso se sabía. La realidad era que el camerunés acababa contrato en 2010 y Zlatan venía de hacer su mejor temporada en el Inter de Mou, campeón de Italia. El traspaso fue ampliamente celebrado: la sociedad Messi-Ibra prometía que los mejores días aún estaban por venir.

Había señales, no obstante, para rebajar la euforia. Sospechas que, en ese momento, se ocultaron bajo la alfombra, confiando en que Pep, principal artífice de la operación, sabría cómo resolverlas. La principal: Messi había descubierto las bondades del carril del 10. Había probado la sangre. Ibrahimovic, a diferencia de Eto’o, no era conocido por caer a la banda. No abriría espacios, no despejaría el camino para la entrada de Leo, aborrecía el segundo plano. El sueco destacaba siendo la referencia, alfa y omega de las jugadas de su equipo en ataque. Ese rol ya tenía dueño en el Barcelona. Aún así, el inicio de temporada fue muy prometedor e Ibra se acostumbró a marcar en cada partido, hecho que por aquel entonces, con pichichis en 30 goles, aún era catalogado como hazaña.

El final es conocido. ¿La culpa? De Pep, Messi y el mismo Zlatan, que cada cual asigne los porcentajes en función de sus opiniones. Ibracadabra recogió el petate y se volvió a Milán, cambiando el neroazzurro por el rossonero. La temporada siguiente, el Barcelona se alzó con la Champions, con el recién llegado Villa y Pedro de gregarios de Messi en el que fue el mejor curso del ciclo de Guardiola. Pep, instado por la pasmosa cotidianidad del genio, firmó la defunción del 9 e intentó una vuelta de tuerca más con el fichaje de Cesc, jugador de amplio espectro, que llegó para jugar en todas las posiciones y acabó en ninguna. El técnico se fue a final de temporada y muchas cosas han cambiado desde entonces. Una, sin embargo, continúa tan o más vigente que cuando él se sentaba en el banquillo.

Y es que el 9 jamás volvió a ser verdadero.