Que sea la última vez

La muerte despierta algo en nosotros. Especialmente la no prevista, la que llega cuando nadie la espera, la que se lleva a quien no toca antes de tiempo. Nos golpea, nos sacude, nos aturde. Actúa como una suerte de alarma que desvela un sentido urgente de trascendencia. Nos damos cuenta, entonces, que ese presente que en ocasiones aborrecemos, el día a día y su maldita rutina, no están garantizados, que todo y todos pueden desaparecer en cuanto nos despistemos. Incluso nosotros mismos.

Quizá por eso sea que en la muerte confluyen criterios, se maquillan adjetivos, se dulcifican las perspectivas. No hay nada que una más que aquello que todos compartimos, no hay nada que una más que aquello a lo que todos tememos. No es tanto la muerte del otro, sino la nuestra, la de los nuestros, la que habla cuando las luces de algún vecino se apagan. Es la absoluta y absurda volatilidad, la absoluta y absurda vulnerabilidad de esta vida la que envuelve nuestros gestos, nuestros actos y nuestros pensamientos cuando la vida deja de ser.

Salvo en algunos casos, esos en los que la muerte pierde su capacidad de sorpresa y llega prácticamente como una bendición, la muerte tiene la curiosa particularidad de hacernos sentir en deuda con el que ya no está. Por aquello que no dijimos, aquello que no debimos decir, aquello que nos callamos, aquello que pudimos hacer pero que al final ves a saber por qué no lo llevamos a cabo, aquello que hicimos de lo cual nos arrepentimos. Tarde, siempre tarde, porque la muerte siempre llega antes de tiempo.

El Barça —y, por ende, todos los culés— tiene una deuda con Cruyff que ya jamás podrá saldar. Homenajes y actos que proporcionen paz mental al que la necesite a parte, Johan ya no recibirá aquello que ahora todos creemos que merecía, pero que nadie o pocos pensaron entonces, hace sólo una semana, cuando los latidos se seguían sucediendo. Es el último esfuerzo de ese corazón que se detiene, por tenue que sea, el que acelera todo. Y qué más da ya si ahora será el estadio el que lleve su nombre —desaconsejable, desgraciadamente, debido al inminente patrocinio para seguir pagando la fiesta—, si se hacen estatuas con su figura o si se crean becas en su honor.

Si de algo puede y debe servir la muerte de una leyenda como Cruyff es para evitar que su caso se repita. Para evitar que otro mito se vaya peleado con el club, para evitar divisiones absurdas causadas por orgullos aún más absurdos, para evitar que los rencores gobiernen a un club que cuenta por millones a sus aficionados. Los mitos son mitos, sean como sean, cuenten con las particularidades con las que cuenten, tengan el carácter que tengan, y como tal deberían ser tratados. Si de algo puede y debe servir la muerte de una leyenda como Cruyff es para que Messi tenga una grada a su nombre o una estatua en la puerta 10 del estadio el día en el que se retire. Digo Messi como podría decir GuardiolaXavi o cualquier otro personaje cuyos méritos trasciendan el club. Aprovechemos para saldar las deudas y para hacer los homenajes mientras aún sea posible y no sólo cuando es obligado.

Johan Cruyff