Les contaré un secreto: El Barça no siempre ganaba un título como mínimo todos los años. Es más, ni siquiera se le exigía. Sorprenderá a la neoculerada descubrir que el listón se situaba bastante más abajo, a saber: ganarle al Madrid al menos uno de los dos partidos del año. Y si de vez en cuando ganaba una Copa (de quien sea, ya fuese dictador o monarca), todos a Canaletas como si no hubiese un mañana. Era el año 1974 y el Barça llevaba trece años (¡trece, imaginen!) sin ganar un campeonato doméstico de la regularidad, honor reservado casi exclusivamente, Valencia mediante, para los clubes de la capital.
Pero aquella temporada el Barça presidido por Montal le había asestado un duro golpe a un Real Madrid acostumbrado a fichar a los jugadores de más relumbrón: la contratación de Johan Cruyff. El holandés trajo al club otra forma de jugar y, más importante aún, otra forma de pensar el fútbol, tanto en el campo como fuera de él. La otra plaza de extranjero la ocuparía Hugo «Cholo» Sotil, un peruano con pinta de fundador de The Ramones, los cuales por cierto se presentaron en sociedad aquel año. El equipo alcanza un nivel de juego añorado mucho tiempo y le añade la guinda de la famosa manita en el Bernabeu.
El 7 de abril de 1974, hace hoy cuarenta y un años, se presenta en El Molinón con la primera oportunidad de ganar la Liga. Fuerza, preparación física, moral, ideas tácticas y técnicas, profundidad y remate… Era imposible que se escapara la ocasión. A los 34 minutos Cruyff disputa y se hace con un balón en el centro del campo cortando oportunamente un avance gijonés y da un pase perpendicular y raso para que Rexach marque con la zurda suavemente, burlando la salida de Castro. El suspense lo ponía el árbitro fabricando un penalti al comienzo de la segunda parte que permitió empatar a los locales, antesala del 2-1 que cabeceó Leal y ante el que nada pudo hacer Sadurní.
Momento de dudas. La historia, esa zorra terca e inoportuna con el Barça de la época, parecía querer no repetirse, sino perpetuarse hasta la eternidad. Al aficionado blaugrana que paseaba por las ramblas en aquella agradable tarde de primavera transistor en mano se le ponía cara de resignación. «Aquest any, tampoc…»
Sin embargo, aquel no era el equipo timorato, taciturno y entregado antes de tiempo de otros años. El equipo logra rehacerse merced a un hattrick de Marcial con asistencias de Cruyff y Rexach (2), mientras un Quini atónito se queda sin marcar al que sería su equipo en unos años. Barcelona se llena de camisetas azulgranas que celebran un título largamente esperado. Desde la misma ciudad de Gijón, un Sotil que había enamorado a la afición con sus goles y que poco sospechaba que no podría jugar la siguiente temporada por la llegada de Neeskens como tercer extranjero, llamaba por teléfono a su madre y entre lágrimas le decía: «¡Mamita, campeonamos!«
Hoy día esto sería impensable y no solo porque un Barça sin ganar la Liga durante trece años parezca el argumento distópico de una novela de ciencia ficción adolescente. La importancia y la épica de los títulos quedan en estos tiempos diluidas por la inmediatez de un nuevo reto, un nuevo partido del siglo, el mambo montado alrededor de un premio individual en este deporte tan colectivo, el enésimo viaje recaudatorio y estúpido a las antípodas para jugar un amistoso, los tartazos que se arrojan a la cara los abanderados de los ismos a la que se vislumbran elecciones, los juicios, la ingeniería negocial… Perdimos la capacidad de emocionarnos con las gestas sencillas, quizá también porque la tecnología ha fagocitado nuestra capacidad de emocionarnos y de emocionar a los demás. «Ya sé que campeonásteis, Huguito. Lo vi por streaming y lo estoy escribiendo en Facebook. No paran de llegarme tuits felicitándome. No olvides mandarme un selfie con tus compañeros para ponerlo en el Instagram…»