Josep Maria Bartomeu acabó ayer de construir su linea Maginot particular. La destitución de Antoni Rossich como director general del FC Barcelona supone, en la práctica, que el presidente decide soltar el máximo lastre posible con la intención de configurar un círculo de confianza que le permita llegar a las elecciones de 2016 en una buena posición de partida.
Para ello, Bartomeu se ha deshecho del hombre fuerte de su amigo Sandro Rosell, ha incrementado las competencias de Ignacio Mestre como director gerente y, sobre todo, ha colocado como parapeto entre la dirección deportiva y la presidencia a Albert Soler, nombrado hace unos meses director de relaciones institucionales deportivas y que asumirá ahora, además, el Área de Deportes Profesionales y Presidencia, lo que incluye tanto las secciones como el primer equipo de fútbol.
A través de un comunicado, el club explicó que los cambios obedecen a la intención de lograr “una coordinación más efectiva”, pero a nadie se le escapa que Josep Maria Bartomeu intenta configurar un equipo que le desmarque poco a poco de su antecesor y le permita mejorar su imagen ante una masa social que, a día de hoy y según las diferentes encuestas, parece preferir a otras personas como presidenciables en 2016.
Bartomeu está configurando un equipo a la medida de sus ambiciones. Una vez huido Rosell y tras luchar contra olas en forma de juicios, sentencias y sanciones, el presidente comenzó su purga apartando a Toni Freixa de sus responsabilidades y ahora se parapeta en dos ejecutivos a quienes confiere un protagonismo que se antoja la última oportunidad de alguien que se aferra con fuerza a un puesto para el que no fue elegido pero en el que se siente –porque así lo marcan los estatutos– plenamente legitimado.
Y así, mientras sigue librando la siempre perdida batalla de la comunicación con cambios constantes en el organigrama del área, Barto encuentra en Soler su particular Pérez Farguell, aquella figura con la que Joan Gaspart quiso profesionalizar el club y protegerlo de las consecuencias de su gestión de forofo.
Bartomeu no es Gaspart. Forma parte de una generación diferente, más preparada y menos alejada de la visceralidad del eterno vicepresidente de Núñez, pero también con menos escrúpulos a la hora de tomar decisiones sin importar cuántas víctimas (amigas o adversarias) caigan por el camino. Bartomeu se agarra al sillón mientras Javier Faus, el señor de los dineros, mueve los hilos que les permitan llegar con posibilidades a los comicios de 2016.
El presidente se ha acorazado, pero no debería olvidar que en esto del fútbol, las murallas más altas, las trincheras más profundas y las líneas Maginot más sembradas de alambre de espino no resisten el caprichoso poder de la pelota a la hora de decidir si entra o no en la portería rival. En cualquier caso, Bartomeu tiene una ventaja que no se puede menospreciar: si el equipo sigue jugando así, no tendrá masa social crítica que le rebata ni favorable que le apoye, porque toda ella habrá muerto de aburrimiento.