Gutta cavat lapidem, non vi sed saepe cadendo.
Ovidio
Decía Ovidio que una gota de agua es capaz de agujerear una piedra no por la fuerza, sino por su constancia en la caída. En esa constancia de gota malaya que supone la preservación de un modelo instaurado hace casi treinta años radica el secreto de gran parte de los cada vez más frecuentes triunfos del Barça en el Santiago Bernabéu. Ha habido sonoras derrotas, sí, pero nadie a estas alturas se sorprende cuando el equipo blaugrana muestra el arma única con la que quiere ganar los partidos: el balón.
Desde hace más de un cuarto de siglo, el Barça utiliza la pelota como su particular anillo único. Un balón para dominarlos a todos, una fórmula tolkieniana que por el momento demuestra ser válida gracias a la esencia de su concepto, preservada con ascendente acierto por sus guardianes. Y ahí emerge también la figura de Luis Enrique Martínez, un tipo capaz de lograr que congenien magos, elfos, enanos y humanos en una comunidad que se percibe muy sólida. Luis Enrique, por hache o por be, saca adelante el libro de ruta. Aburriendo a veces, enfadando otras y perdiendo con estruendo algún partido, consigue mantener vivo a un grupo que, al menos en su primer año, llegó a la fase determinante como un tiro.
Ignoro si el técnico asturiano es constante, tozudo, terco o simplemente un tipo que sabe lo que trae entre manos, pero por mucho que la prensa centre el foco del 0-4 del Bernabéu en un flojo Real Madrid, el baño táctico de Luis Enrique a Rafa Benítez fue de los que hacen época. El entrenador madrileño renunció a sus creencias para satisfacer a no se sabe quién (o sí), pero su colega azulgrana tenía muy bien aprendida la lección. Colocó sus peones –excelso Sergi Roberto en la ayuda a Dani Alves en defensa– pensando en sus virtudes y robó el balón para que, con la magia de Gandalf, Andrés Iniesta hiciera con él lo que le viniera en gana mientras los peloteros rivales lo veían circular a un ritmo endemoniado.
Capaz de dormir al respetable frente al Eibar de turno, los hombres de Luis Enrique no solo no han fallado en ningún partido importante, sino que han avasallado a todos sus grandes rivales. Madrid, Atlético, PSG, Manchester City, Bayern de Múnich o Juventus pueden atestiguar el modo en que, a través del balón, de una doble velocidad de vértigo –la de la pelota y la de los futbolistas– y de tres monstruos frente al gol, sufrieron la tiranía azulgrana. La tiranía de la perserverancia, de la creencia en el modelo, del balón como arma.
Frente a la constancia de la gota azulgrana, la impaciencia del Real Madrid se ha convertido en su principal enemigo. Instalado en unas urgencias seguramente incomprensibles tras hacerse con la famosa ‘Décima‘, el equipo madrileño no es capaz de frenar, poner pie a tierra, otear el horizonte y localizar su propio anillo de poder. El Madrid no puede replantearse su modelo mientras esté liderado por un caudillo que solo pierde en el fútbol y, sobre todo, mientras el Barça siga ganando como indicó Cruyff, remodeló Rijkaard, perpetuó Guardiola y ahora se empeña en redondear Luis Enrique.
Y esa es, precisamente, la mejor noticia para el Barça: mientras el ojo de Sauron continúe mirándose el ombligo, el Barça seguirá avanzando con el anillo de poder en sus pies. Un anillo redondo, esférico y caprichoso que le ha cogido el gusto al Camp Nou. Y el balón, como la gota, no perfora la red a través de la fuerza, sino de la constancia.