Más allá de la derrota ante el Madrid, lo que dejará el día de ayer es la sensación de que el Barça sigue cerca de ese mayo que intentó olvidar a golpe de talonario y con la magnífica cortina de humo que supuso la llegada de Luis Enrique al banquillo. Su carácter, se decía, evitará esperpentos como el de la segunda parte en el Camp Nou con la Liga en juego. Y, si bien es cierto que sería injusto decir que el equipo culé sigue anclado en la nada, el equipo vuelve a adolecer de los mismos males que lo llevan persiguiendo, como fantasmas, desde hace varios años.
La segunda mitad en el Santiago Bernabéu no dista demasiado de las peores actuaciones recientes del conjunto dirigido ahora por Luis Enrique. No hay que echar la vista demasiado atrás para recordar barbaridades competitivas de unos jugadores que, en un tiempo no muy lejano, buscaban el quinto, el sexto o el séptimo gol cuando el partido agonizaba. No es, por tanto, culpa del nuevo entrenador, puesto que es un comportamiento que hemos visto producirse hasta con Guardiola. Sin embargo, el ex-jugador culé fue traído para cortar de raíz este mal, contando para ello con todos los recursos que podía poner a su disposición el club.
Una recaída es lo más lógico en los pacientes enfermos y no cabe duda de que este Barça lo está. Aún convaleciente, a pesar del liderato, a pesar de la imbatibilidad, a pesar de los resultados, a pesar de todo, nos enseñó su mejor cara para volver a las andadas apenas media hora después en el peor escenario posible. El aficionado culé perdona un empate a nada en Málaga, un resbalón en Champions en casa del rival más fuerte del grupo e incluso partidos horrorosos en casa que acaban con los tres puntos en el bolsillo. Se asume y se acepta que la medicina no es de efecto inmediato, que la terapia está en sus inicios. No obstante, rendirse sin un ápice de chispa ante el eterno rival no es disculpable.
Hay signos preocupantes en este Barça, especialmente uno: su evolución futbolística. La trayectoria no dista demasiado de la que ya siguió el año pasado, entonces dirigido por el Tata Martino. Unos resultados impecables ocultaron lo que todos veían, pero sólo algunos se atrevían a decir. Los resultados como preludio de la mejora, como si los ejemplos más cercanos (aquella media vuelta horrible de Rijkaard, aquel 1/6 de Guardiola ante Numancia y Rácing) nos dieran esperanza. Cuando no hay nada detrás de los resultados, nada hay cuando estos desaparecen. No lo había el año pasado y cuesta encontrarlo en esta nueva iteración.
Cuesta encontrar la aportación de Luis Enrique, hasta ahora, en este equipo. La presión en campo contrario y la intensidad para recuperar el balón tras pérdida fueron la tónica en los primeros partidos. Esa llama, sin embargo, se ha ido apagando. Y, aún que se mantuviera prendida, el Barça no puede vivir de ella. Presión e intensidad deben ser el medio, no el fin. Otro aspecto que ha cambiado respecto el año pasado es el papel de los laterales en el ataque: Alves y Alba actúan como extremos, con escaso resultado. No sólo por su estado de forma, sino porque los demás integrantes del ataque parecen desconocer qué van a hacer, hacia dónde van a ir los balones. En ocasiones, la obcecación en los centros parece obedecida por una frustración mal entendida, como si fuese lo único posible ante tal parálisis ofensiva. El retraso en la posición de Messi, más cercano a la mediapunta, no es nada que no hayamos visto en años anteriores y cuesta creer que Luis Enrique tenga algo que ver: simplemente, Messi elige qué espacio del campo quiere ocupar en función de su lectura del partido y el desempeño de sus compañeros. El gran salto de rendimiento lo ha dado Neymar, aunque se restringe a la parcela goleadora, pues sigue sin aprovecharse su capacidad de generar, usándolo más como nueve que como foco de creación.
Por último, quizá el mayor problema de todos es la omisión del centro del campo. El Barça ha pasado a ser el equipo de los centrocampistas a jugársela con los laterales, Messi y Neymar. Las aportaciones de Busquets, Xavi, Iniesta y Rakitic son testimoniales en el mejor de los casos. No es una buena señal que, llegados ya a noviembre, cueste encontrar un partido en el que el centro del campo fuese el protagonista. Busquets está encadenando sus peores partidos como blaugrana, todos en esta temporada; Xavi está para jugar unos minutos contra equipos de perfil bajo y que no lo exijan defensivamente; Iniesta lleva años viviendo en la sombra de lo que fue, que fue gigante, pero que ya apenas lo puede ocultar; Rakitic no se ha adaptado bien al juego del Barça o más bien no hemos tenido la oportunidad de verlo adaptarse. Porque, al fin y al cabo, el plan es que no hay plan, o, como mínimo, ese plan minimiza a los que hacían grandes a este equipo. Los centrocampistas están perdidos en este nuevo Barça y el mejor ejemplo de ello es Busquets. Si tiene que haber reconstrucción, tiene que pasar por ellos.
No todo es preocupante, sin embargo. Hay que decir que la temporada aún está empezando y que son ya varios años los que estos jugadores llevan viviendo de automatismos. Los pacientes recaen y para eso está Luis Enrique. El regreso de Suárez deberá quitar presión a Messi y Neymar y de ello debe beneficiarse el equipo culé para crear un juego más fluido. Por otro lado, ante el agotamiento de algunos jugadores (por las razones que sean), Luis Enrique debería recurrir más a los jugadores que tiene en el segundo equipo: Sandro y Munir no sólo no han desentonado, sino que han destapado a Pedro. No hay razones para pensar que con Samper o Adama, por poner dos ejemplos, vaya a pasar de diferente manera. Con tanta temporada por delante, el objetivo ahora no debe estar en mantener el liderato, los resultados o la imbatibilidad de Bravo, sino en encontrar, de nuevo, una idea. Y aferrarse a ella. Con lo que conlleve.