Tras años establecidos en una cotidiana excelencia, tan espectacular como imposible de mantener, el mejor equipo de la historia culé se está apagando de manera tremendamente peculiar. El Barça se ha distanciado de esa imagen tan típica de los ciclos de los grandes clubes europeos recientes, esos que se asemejan más a los duros puertos de montaña del Tour que a una etapa llana a tres mil metros de altura. Ahora que parece que se entrevé en el paisaje la hora del descenso a pecho descubierto, de la pérdida de lo ganado a un ritmo vertiginoso, el plantel azulgrana se ha sumido por voluntad y errores tanto propios como ajenos en una montaña rusa que publicita más a Port Aventura que a Qatar.
Una segunda parte horrorosa ante el Valencia, goles bajo el diluvio de Sevilla, un brindis por los años pasados contra el Rayo, victoria de prestigio en Manchester, descalabro en San Sebastián y Pucela y vuelta a un excelente notable la pasada noche. Cuesta predecir a qué van a jugar los hombres del Tata, a los que parece envolver una ciclotimia, el peor síntoma que puede mostrar un enfermo que aspira a ganar una competición de casi cuarenta partidos. A falta de una suerte de doctor House que diagnostique de forma precisa las múltiples dolencias que azotan al equipo o de que Zubizarreta consiga no ponerse del revés el mono de trabajo, el aficionado que ve semana tras semana los partidos no puede más que atribuirlo todo al esnobismo de los jugadores. Jugar bajo el sol de Pucela a las cuatro de la tarde no tiene el mismo encanto que hacerlo bajo los focos de la Champions y de millones de ojos atentos a cada movimiento.
¿Es este Barça que emula mejor que nunca a la Luna capaz de llevar plata a las vitrinas? Las montañas rusas nunca fueron demasiado amigas de las Ligas, que no permiten cuartos menguantes de vencimiento mensual. La Champions se adecúa más al carácter bipolar y a la competitividad de corriente alterna que exhibe el equipo, aunque, por desgracia, de la notable excelencia a un excelente notable hay algo más que un simple cambio de orden. El Barça parece capaz de competir con cualquiera, pero del poder al querer va un trecho que Guardiola se encargó de salvar durante la mayor parte de su periplo en Barcelona. Aun así, no se intuye en este equipo la fuerza futbolística necesaria como para someter a los mejores de la competición y salir de Lisboa con una sonrisa.Claro que, todo sea dicho, tampoco lo eran el Chelsea en 2012, el Inter en 2010 o el Porto en 2004. La Champions fagocita rivales con la misma voracidad con la que el Barça se agarra a ser la excepción que tanto deploró antaño.