Era septiembre de 2008 y el calor, que ahora parece tan lejano, aún no había abandonado Barcelona. Se trataba del primer partido en Liga del nuevo Barça comandado por Pep Guardiola, que venía de perder 1-0 contra el Numancia, un recién ascendido, en un partido en el que nadie se hubiese sorprendido al encontrar a Rijkaard en el banquillo. ¿Y por qué iba a ser al contrario? Era el mismo Barça, pero sin dos de sus cracks: ni Ronaldinho ni Deco estaban ya en el club por deseo expreso de Guardiola. Llegó así el Rácing al Camp Nou, un estadio invadido y conquistado por el runrún, ese sonido ambiente tan típico de l’Estadi. El nuevo técnico necesitaba ganar… y empató. Eso sí, el Barça disputó su mejor partido en algo más de dos años: ocasiones, presión y actitud. Sobre todo actitud. Pero se empató y los murmullos contra el entrenador aumentaron de decibelios. Pocos días después, el Barcelona ganó 1-6 en Gijón y todo se acalló. No jugó mejor que contra el Rácing, pero la pelota entró.
Este del aburrimiento o no es un debate estéril como el que más y que entra en el siempre pantanoso terreno de la subjetividad. Al final, gran parte de todo se reduce a ese simple hecho: que el esférico logre impactar con las redes. Mientras lo consigas, que juegues bien o no pasará a ser un asunto secundario. Si no, poco importa que tu conjunto se disfrace cada domingo de los Globetrotters. Es algo inherente al ser humano y trasciende a más ambitos que el puramente deportivo: ganar es divertido.
Personalmente, este Barça me aburre. Cuando hablo de este Barça, me refiero al post-2012 y eso comprende tres técnicos, no sólo uno. Es una sensación generalizada entre la gente con la que hablo de fútbol y, atendiendo a las redes sociales, entre una parte importante de la masa culé. El 4-0 del sábado fue paradigmático: se gana bien y se sufre poco (dos principios que podríamos asociar sin ninguna duda a jugar bien), pero no se divierte. Falta algo, chispa, intensidad. Velocidad. Sin embargo, no fue paradigmático únicamente por eso, sino también por las ausencias. No estaban ni Xavi ni Messi. Ni el padre ni el hijo. Para más inri, el espíritu santo (Busquets) completó uno de los peores partidos de los últimos tiempos.
¿Puedes ser el Barça (entendiendo por Barça ese que nos hace sonreír con un rondo al borde del exceso de velocidad para sacar la pelota) sin esas dos piezas? Esa es una pregunta que ha sido la obsesión de todos los entrenadores recientes del club. Xavi se está apagando. ¿Un Ferrari es un Ferrari si falta el motor? La respuesta de una pregunta contesta a la otra. El bajón de juego del de Terrassa coincide milimétricamente con el del equipo. Messi fue aguantándolo con cifras escandalosas, pero su lesión deja al Barça huérfano.
Confío en el Tata. Y no lo digo exclusivamente por los resultados, aunque sería absurdo negar la influencia de ellos, al fin y al cabo lo que mide a los entrenadores es el número de victorias que tienen. Tengo confianza en él porque ha logrado 40 de 42 puntos sin los dos jugadores que han hecho inolvidable a este club. ¿Que los conjuntos de la Liga tienen poco nivel? Sí, pero aún así hay que ganarlos, sino que se lo digan al Madrid ¿Que se juega mal? También, pero resulta difícil creer que sin el mejor Xavi pueda volverse a jugar como en 2011, ya sin Messi es misión imposible. En el debe del técnico rosarino, cabe decir que es muy conservador en sus alineaciones: Adama creó más peligro en diez minutos que Pedro en todo el partido; Bartra es, de largo, el mejor central del equipo en la actualidad y no juega en los partidos grandes. Ahora bien, el fútbol no es un videojuego, y tan importante es el rendimiento de un jugador como el equilibrio de fuerzas en un vestuario. El caso Bojan debe servir como ejemplo para evitar precipitaciones y para recordar que los vestuarios de fútbol distan una barbaridad de esos paraísos terrenales de paz y concordia que en ocasiones se quieren vender.
Sólo el tiempo dará respuestas a algunas de estas dudas, pero de momento una cosa parece clara: el bostezo está garantizado en el Camp Nou.