“Es la primera vez que me voy a enfrentar al Barça como entrenador y futbolista después de mi época como barcelonista y será muy especial”
Luis Enrique Martínez García (Gijón, 8 de mayo de 1970) era el favorito en todas las quinielas de este verano para sustituir a Tito Vilanova en el Barça. “Yo creo que Luis Enrique encajaría mejor, considero que ‘Lucho’ tiene un plus porque sabe que el Barça sólo puede jugar de una manera”, manifestaba Jordi Cruyff hace sólo tres meses. Se especulaba que el asturiano iba a dejar en la estacada al Celta de Vigo, con el que estaba trabajando la pretemporada. Los periodistas se apresuraban a preguntar a la Federación Española (RFEF) si los celtiñas habían tramitado ya su ficha, hecho que frenaría su regreso a la que durante tantos años fue su casa. Al final, como todo el mundo sabe, Luis Enrique se quedó en Balaídos y el Tata Martino aterrizó en Barcelona.
Pero retrocedamos dos décadas: 9 de julio de 1994. El codo derecho de Mauro Tassotti impacta con dureza en el tabique nasal de Luis Enrique, fracturándolo. Penalti. Pues no, el árbitro mira a otro lado e Italia elimina a España en cuartos de final del mundial de EEUU. La imagen del aguerrido jugador madridista sangrando a borbotones y quejándose al árbitro es motivo de mofa entre buena parte de la afición culé, poco fanática de una selección de ascendente merengue, acostumbrada a caer en cuartos. Poco se imaginan entonces que acabarán idolatrando al 21.
Era de aquellos jugadores a los que amas con locura si visten tu camiseta y odias sin mesura si llevan la del contrario. En 1996, ninguneado por el Real Madrid, Joan Gaspart, con su estilo habitual, le citó en un hotel y cerró su fichaje. El ‘puente aéreo’ entre ambos clubes estaba de moda entonces y pescar en tierra enemiga se consideraba como marcar el primer gol de la temporada. Según el hotelero lo hizo por recomendación de Johan Cruyff, aunque el nuevo entrenador era Bobby Robson, de quien el asturiano dijo “No le conozco –a Robson-, pero yo ficho ante todo por la institución».
Puede que no ganase muchos títulos en sus ocho temporadas blaugrana: dos Ligas, dos Copas y una Supercopa de España más una Recopa y una Supercopa de Europa. Pero con su fuerte carácter –para desgracia de buena parte de la prensa- y sus 73 goles, se metió a la afición en el bolsillo. Cualquier culé nacido antes de los 90 recordará su celebración al marcar en el Bernabeu. Piqué no inventó el gesto de enseñar bien la camiseta a la afición merengue, solo lo imitó.
El destino quiso que se despidiese del Camp Nou la temporada en la que un genio brasileño de sonrisa contagiosa iniciaba la resurrección del Barça. El entrenador, Frank Rijkaard, un gentleman, colaboró en su homenaje y le alineó 59 minutos ante el Racing de Santander. Cuando fue sustituido por Overmars, el público se destrozó las manos. No sabían que el asturiano tenía en mente colgar las botas.
No volvería a jugar en ningún otro club, pese a valorar seriamente volver al de sus inicios, el Sporting de Gijón.
En 2008 inició su aventura como entrenador sustituyendo a Pep Guardiola en el Barça B, y lo hizo ascendiendo al equipo a segunda división. Cabe recordar que el filial azulgrana llevaba once años deambulando por categorías inferiores. Pep organizó y Luis Enrique remató, como cuando jugaban. Tras dar el salto a primera división en la Roma, ahora se encuentra al mando de un Celta de Vigo que hoy recibe al Barça en Balaídos. Tras un inicio irregular parece que la máquina llega bien engrasada. El pasado sábado le endosó una manita al Málaga a domicilio.
“Para nosotros es un reto más que atractivo enfrentarnos al mejor equipo del mundo del momento. A ver cuánta guerra somos capaces de dar”. En las declaraciones de Lucho más de un culé leerá que el asturiano tiene en mente estar algún día en el otro vestuario, el azulgrana.