Ni jugar el miércoles ni el horario ni la lluvia ni los palos ni el árbitro. El problema del Barça fue el resultado. Eso es lo que parece deducirse el día después de otro partido lleno de nada, en el que todo fue lo mismo a lo que acostumbra este Barcelona, salvo el contexto, el decorado que cambia semana a semana, el equipo al que le toca hacer las veces de rival. Lo demás sigue ahí: una incapacidad manifiesta de generar fútbol, unos centrocampistas que no saben si ir o venir, si iniciar la jugada o terminarla, unos fichajes que –exceptuando los porteros– siguen sin cuajar y un entrenador que parece más empeñado en cambiar el dibujo que en darle sentido.
El problema, sin embargo, es el resultado. El partido en Mestalla, horroroso tanto o más que el de Getafe, fue un gran encuentro porque Busquets acertó a colar la pelota en el último segundo. Loas al espíritu del equipo, demostración de carácter, el debate no es jugar bien… Toda una sarta de tópicos que pueden conjuntar bien con otros equipos, cuya historia está cimentada sobre momentos mágicos contrarreloj, pero que no casan bien con el Barça, un equipo que todo lo que ha ganado en las últimas dos décadas y media ha sido a través de tener una idea a la que aferrarse, salieran luego las cosas bien o mal.
Existe la creencia de que lo importante es el resultado y no la forma de obtenerlo, cuando ambos conceptos van entrelazados. No hay que hacer un ejercicio de memoria demasiado intenso como para darse cuenta de que el mejor Barça de la historia a nivel futbolístico fue el mejor Barça de la historia a nivel de resultados. Cuando se ha fiado todo al resultado, como sucedió el año pasado o como está pasando en este, estos se vuelven esquivos. Es entonces cuando el aficionado ve que detrás de su equipo no hay nada, porque la única forma de mantener viva la coartada del resultadismo es mientras bufa el viento a favor.
A Luis Enrique se le juzgará en su momento por los resultados cosechados y no por el juego desplegado. El error está en pensar que esas dos ideas no pueden ir de la mano. Tan obcecado está Luis Enrique en ser imprevisible, en borrar lo peor de la época de Pep Guardiola y Tito Vilanova que parece que se le ha olvidado la otra cara de la moneda. En esa lucha que mantiene semana a semana para desmontar las ideas preconcebidas que pueda tener el rival sobre el Barça se está cobrando víctimas a su lado del ring. Porque sí es cierto que el rival no consigue saber a qué juega el Barça, pero es que sus propios jugadores tampoco parecen saberlo. No hay mejora de un partido a otro. Los mejores partidos a nivel futbolístico del equipo de Luis Enrique –que coinciden, extrañamente, con los mejores a nivel de resultado– van seguidos por otros en los que el único parecido es el escudo que llevan en el pecho. Luis Enrique podría encontrar la fórmula de la Coca-Cola el martes y desecharla el sábado buscando confundir al adversario.
Aún tiene tiempo el entrenador de cambiar el rumbo, pero para ello deberá centrarse en los medios –en toda su extensión– y no tanto en el fin. Si sigue este curso repetirá, si acaso con más estruendo, el hundimiento de la pasada temporada. Ese año en el que también, desde un sector de la prensa, todo iba bien mientras el equipo sumaba puntos. Ese que loaba y comparaba al técnico argentino con los mejores que han pasado por esta casa porque sus números así lo indicaban. Ese que no dudó en arremeter contra el mismo entrenador cuando, tras acabar la Liga, vieron la cosecha de un año sin siembra. Es necesario que el técnico rectifique y, aunque suene a tópico, empiece a olvidarse del tejado, por muy bonito que sea, y se dedique a dejar solidificar los cimientos en vez de cambiarlos tres veces por semana. De otra forma, el resultadismo al que abraza se lo llevará por delante en mayo.
Foto: FC Barcelona