Es un mal endémico de muchas personas que están en el poder: el delirio de grandeza, la necesidad de perpetuarse en la historia, de dejar huella, de recordar al mundo que hubo un tiempo en el que uno fue el puto amo. A algunos, en un desmesurado ataque de ego, les da por construir aeropuertos inútiles coronados con groseros bustos de sí mismos. A otros, por dictar leyes innecesarias o manifiestamente injustas que acabaran conociéndose por el nombre de quien las hizo. A los presidentes de los grandes clubes de fútbol les gusta levantar estadios o tirar de talonario para fichar a la estrella de turno, esa que debe liderar su proyecto, el jugador por el que su mandato será recordado.
Sandro Rosell no es la excepción que confirma la regla. El pasado verano decidió por fin acometer el fichaje de Neymar Jr. que llevaba dos años cocinando, y hace tres días presentó el esbozo de lo que debe ser el nuevo Camp Nou. La segunda decisión seguro le traerá más de un dolor de cabeza. La primera le ha costado una querella que ya ha sido admitida a trámite por la Audiencia Nacional.
Con Messi marcando una era en el fútbol mundial y Laporta convertido en el presidente que apostó por Guardiola para liderar el mejor Barça de la historia, Rosell necesitaba reinvindicar su trocito de gloria en la historia moderna del club. Así que, además de proyectar la reforma del Camp Nou que le negó a Foster y a Jan, decidió que Neymar era el jugador elegido para prestigiar su legado.
Sandro vio en Ney el heredero de Messi, intuyó que el Real Madrid podía dar al traste con la operación y, solo de imaginarse a su amigo Florentino haciéndose la foto con el delantero paulista, se volvió loco. O quizá no. Aprovechó sus numerosos contactos en Brasil y cerró el fichaje como solo puede hacerse en estos casos: poniendo más pasta que nadie sobre la mesa.
Igual que en Madrid ni se plantean cuánto costó Bale y si alguien ha trincado en el traspaso, en Cataluña somos distintos hasta para eso. Nos gusta saber en qué se gasta cada euro, y lo de Neymar olía a tongo desde el primer día que se filtraron las cifras de la operación. Al final, si fueron 57 millones o noventa y tantos es lo de menos. Lo que está claro es que Rosell mintió (otra vez) al socio. Otro mal endémico de los que abrazan el poder: tomarnos a todos por tontos.
El presidente del Barça se ampara en una absurda cláusula de confidencialidad para no explicar al detalle los contratos que componen el traspaso. Si yo mañana me compro una casa, una coche o una nevera, os aseguro que nadie me puede obligar a no desvelar cuándo, dónde y, sobre todo, cuánto he pagado por mi nueva propiedad. Si esto fuera la NBA, Rosell ni siquiera podría alegar ese pacto de confidencialidad para proteger el salario del jugador. Así que si Sandro ha firmado esa cláusula, con la correspondiente penalización económica si incumple la misma, no solo no ha defendido los intereses del FC Barcelona sino que ha ensuciado innecesariamente su imagen arrastrándolo de nuevo hasta los juzgados.
Con su forma de proceder, el mandatario azulgrana ha dotado el traspaso de Neymar de una opacidad sospechosa, lo que contrasta con la promesa que hizo hace casi cuatro años –cuando aun era un mero aspirante a presidir el Barça– de que, una vez al frente de la entidad, él y su junta siempre lo explicarían «todo».
Tampoco ha ayudado a despejar cualquier sombra de duda su extraño comportamiento en los últimos días. Esquivo con la prensa hasta rozar la mala educación para no contestar a sus preguntas, ha pasado de pedir al juez Ruz que lo cite a declarar cuanto antes, para poder así explicar los detalles de la operación Neymar, a solicitar su inhibición en el caso. Ahora mismo, parece que Sandro está más interesado en demostrar al juez –el que sea– que no ha robado, que al socio que no ha mentido. Quizá porque demostrar lo primero debe ser fácil para él y lo segundo se le antoja imposible.
Seguramente Rosell hasta sea un tipo decente, probablemente más de lo que lo fue Laporta, que llegó al Barça siendo un don nadie y, cuando se marchó del club, navegaba en yate, fumaba cohibas y se tiraba champán francés por encima mientras cerraba, para su despacho de abogados, contratos millonarios con magnates uzbekos. Sin embargo, hay algo en Sandro que le hace estar constantemente bajo sospecha. Su falta de carisma y de credibilidad ha enterrado a tres directores de comunicación. Y el socio le ha pillado ya en más de un renuncio, el más grave, su acercamiento a los Boixos Nois, a quienes Laporta logró expulsar del Camp Nou.
Sus negocios en Brasil o su relación con Viagogo y el supuesto trato de favor que esta empresa tiene a la hora de vender las entradas del Camp Nou tampoco han ayudado a mejorar su imagen. Y Sandro, que siempre se ha llenado la boca con la palabra «transparencia», que encabeza una junta que presume de haber hecho de la honestidad su bandera, se ha empleado con torpeza casi siempre que ha tenido que explicarse.
En los próximos meses, la reforma del estadio le dará una nueva oportunidad para contar la verdad. El futuro del Camp Nou traerá consigo un debate plagado de cifras y datos, un referéndum de la masa social y un proceso concursal para adjudicar el proyecto que debería ser modélico para que al particular circo de Rosell no vuelvan a crecerle unos cuantos enanos.
Alguien, quizá su cuarto dircom, debe explicarle de una vez por todas que, como la mujer del César, el presidente del Barça, además de ser honrado, debe parecerlo. Si no, corre el riesgo de que acabemos pensando de él que es otro trincón con muchos amigos y pocos escrúpulos dispuesto a llevárselo crudo.
Ginés Muñoz es periodista de la Agencia EFE.