No me pregunten la razón, pero toda mi vida he pecado de una irremediable debilidad por los perdedores. Me chiflan los vagabundos y los pícaros, las putas y los errantes, los azotacalles, los apátridas y los marginados. Me pierdo en conversaciones absurdas con borrachos al filo de la madrugada, en antros de mala muerte o en los abismos fronterizos de la noche, en busca de historias de decepciones y descarriados. Me viene a la cabeza Miller, expresidiario negro y robusto que filosofaba sobre la muerte –creo que mencionó en algún momento haber asesinado a alguien–, mientras el ron quemaba mi garganta en una sucia orilla del Caribe colombiano, en la nocturnidad decadente de aquel agujero en el culo del mundo llamado Santa Marta.
Con toda su belleza y cosmopolitismo, con sus bulevares, ramblas y escaparates de lentejuelas, Barcelona ha sido siempre un vergel de fracasados. Lejos de los flashes de los turistas japoneses y las porcelanosas facciones nórdicas, en las sombras de los callejones y en las esquinas más olvidadas, las causas perdidas brotan como virus tropicales. Extraviados a los que la suerte regateó en seco y humilló por goleada. Paseen alguna vez por esos rincones y habrán mirado a la vida directamente a los ojos.
Quizá por eso siento tanta devoción por los inadaptados del fútbol. Aunque no lo crean, confié hasta el último momento en el desgarbo técnico de Dragan Ciric, me esforcé en ver un mínimo de majestuosidad en la torpeza macarra de Bogarde y justifiqué sin descanso las fallidas gambetas del cristalino Hleb. Pero si a alguien he defendido es a ese chileno que, desde que aterrizó en el Camp Nou hace tres años, ha insistido una y otra vez en ser la caótica excepción que confirma la regla.
Alexis Sánchez, el del precio disparatado, el muslo al aire y el remate torcido, no deja de ser el rebelde de ese grupo de chicos del coro sin notas discordantes. Nunca tendrá la elegancia británica de Iniesta, ni la genialidad funcionarial de Messi, ni un ápice de la privilegiada cosmovisión de Xavi. Es un tambor rodeado de violines, un purasangre desbocado entre dálmatas del balón. Alexis podría ser cualquiera de nosotros. El tío anónimo que manda el cuero a lo alto de la azotea, el que tras un partidazo la pifia en el momento decisivo de la pachanga, el que a veces parece jugar con las botas a pie cambiado, el que a falta de técnica corre como si no hubiera un mañana, pues no habrá mañana si al menos no corre. Alexis somos todos y todos hemos sido alguna vez Alexis. Y por eso la grada le silba a veces y le adora en otras, porque en el fondo no puede sino reconocerse en él, en sus fiascos, sus esfuerzos y sus goles a cuentagotas celebrados como pequeñas glorias. Nadie representa mejor que él esa historia repleta de quieroynopuedos de un club acostumbrado a hacerlo todo bien, pero a fastidiarla en el instante crucial.
Pero ahora resulta que Alexis es titular indiscutible, y es la niña de los ojos del Tata, y anota a menudo, y lanza faltas por la escuadra, y recibe ovaciones, y dribla, y roza incluso la belleza y la poesía que se le tenía prohibida hasta ahora. Y en esas, algunos no podemos sino sentirnos un poco más huérfanos y solos, a la espera de que aparezca otro autista balompédico que nos haga ilusionarnos con el delicioso sabor de la derrota, que es la rutina de nuestras vidas.
Àlex Cubero es periodista de la Agencia Efe.