Piensen en un partido de tenis. Uno de esos encuentros con dos genios sobre la pista. Que batallan. Se lucen. Entretienen. Intercambian golpes maestros. Corren y jadean. Alternan idas y venidas en el marcador, en el electrónico y en el mental. Vaya, uno de esos partidos difíciles de borrar de su retina por mucho que algunos de ustedes no sepan por qué en el tenis los tantos suman 15, 30 y 45 en vez de 1,2 y 3 como toda la vida.
Y ahora piensen en otro partido. Sin calor. Sin intercambios. Sin carreras. Los jugadores se secan la cara con sus toallas. Pero parece como si no estuvieran sudando. Sacan muy fuerte… pero poco más. Y, como nadie es capaz de romper (ni devolver) un servicio, como nadie arroja pasión al escenario, ustedes optan por cambiar de canal. O por dormirse.
Aunque se trate de una emboscada un tanto exagerada, caminamos poco a poco hacia ella. Somos más rápidos, más altos y más fuertes, que diría Coubertin. Ahora sí que cumplimos la locución latina citius, altius, fortius. Atrás quedó esa época de muchos Alfredos Landa y un solo Fernando Romay. Pero, desgraciadamente, en el tenis pasa lo mismo que en la calle. Los jugadores son cada vez más altos… pero, buena parte de ellos, son cada vez más aburridos. Porque el juego que despliegan, aferrándose al saque como única y devastadora arma, acostumbra a ser cada vez más tedioso y menos atractivo. Ellos crecen. Pero el tenis mengua.
Y es que, al mismo ritmo que ha evolucionado la especie en cuanto a centímetros, los tenistas se entrenan mejor, se nutren más y, por tanto, impactan con una desgarradora mecánica el primer golpe de cada jugada. Con ese saque logran muchos puntos… de ahí que se vayan asentando en los mejores puestos de la ATP. Por eso Raonic, Cilic, Isner, Anderson, Del Potro, Rosol, Karlovic, Janowicz, Thiem y Querrey, todos ellos por encima de los 195 centímetros de altura, ya se encuentran entre los 50 mejores del mundo.
Todos atesoran un saque demoledor. Para ellos servir por encima de los 200 kilómetros por hora no es nada extraordinario. Pero pocos dominan otros golpes con los que superar a sus rivales una vez que el resto ha entrado en la pista. Ni siquiera la volea. De hecho dos de los diez jugadores mencionados (Janowicz y Thiem) todavía no han logrado ningún título en su carrera. Y otros dos que sí lo han logrado (Raonic y Anderson), todavía no han añadido a sus historiales un entorchado en tierra batida. El hábitat en el que se sienten los amos del encuentro es el cemento. Y si es bajo techo y se apaga el viento, aún mejor.
En mujeres pasa algo parecido. La fisionomía que se impone en esta época también diseña un perfil de jugadoras altas y de potentes servicios. También algunas de ellas empiezan a sacar por encima de la mítica barrera de los 200 kilómetros por hora (Sabine Lisicki ostenta el récord, logrado esta misma temporada, con un servicio a 210 km/h).
Pero, insisto, tras esos misiles no busquen otros golpes con los que sorprenderse en la grada o en el sofá. La altura de esos jugadores los martiriza para poder desenvolverse bien en el resto del cuadro. O quizás ellos mismos se conforman con sacar partidos adelante resueltos en varios tie-breaks porque casi nadie logra romperles el servicio a estas murallas del tenis.
Incluso el propio Rafa Nadal se ha visto a veces sorprendido por alguno de estos espigados jugadores. El mallorquín ha perdido contra Kyrgios, Rosol o Brown. El cóctel de ser la primera vez que se enfrenta a ellos (tienen varios años menos que Nadal), de encontrárselos en las primeras rondas de los torneos y de verse desbordado por un saque que no solo le impide jugar sino que tampoco le deja entrar en calor, ha sido en varias ocasiones demasiado brebaje para un jugador acostumbrado a cruzadas épicas al sol y sobre el polvo de arcilla en el que deslizarse.
Así que, cuando vuelvan los torneos de tierra batida y los focos de la actualidad tenística se aleje del cemento, no esperen a muchos de estos jugadores en las rondas finales de los torneos. Su monologuista estilo no logrará hazañas salvo en contadas excepciones. No tendrán más remedio que doblegarse ante los dominadores de los passings, las dejadas, los drives y los reveses que buscarán besar las líneas. Los que no dejarán de sorprender a un espectador que podrá pestañear todo lo que quiera sabedor de que la batalla que tiene delante no es tan efímera como un saque directo.