Nada es para siempre. Esta es una de las pocas verdades universales que nos lega la vida. A partir de ella surgen una retahíla de tópicos que no por ello dejan de ser menos ciertos. Esa sentencia, convenientemente apartada de la mente, golpea de imprevisto y despierta sensaciones diferentes en cada individuo, colocado de repente ante el precipicio del infinito.
Qué bonito era el Barcelona de 2011, tanto que llegó a agotar los adjetivos, tanto que hubiese hecho sucumbir a Martí i Pol en su empresa de adjetivarlo. Si estuviese en mi mano escoger uno, ese sería dominador. Un equipo que sometía al rival en todas las facetas del juego, que controló con mano de hierro los títulos que disputó, que convirtió el Camp Nou en lo más parecido que ha habido a un circo romano. Miles de pulgares orientados hacia el infierno, insaciables, voraces, contagiados por los gladiadores. Nunca creímos que llegaría el lobo porque teníamos a Pedro de nuestro lado.
Sin embargo, hasta en San Juan llega la noche, por muchos fuegos que se esfuercen en derrotarla. El sol ha abandonado también Barcelona para recordarnos que no hay belleza perenne. Quizá la magia desapareció en el momento en el que quisimos trasladar lo extraordinario al universo de lo común o puede que fuera cuando las estatuas que construimos taparon el horizonte de los jugadores. Nos quedarán decenas de momentos grabados a fuego en la memoria, pozos donde depositamos, gota a gota, la felicidad y una sonrisa delatadora cuando, en veinte años, un niño nos pregunte cómo jugaba Messi y si era verdad que ganamos 3 champions en 6 años.
El fútbol necesita del contraste y la perspectiva como la misma vida.