Esperanza Aguirre mea fuera del tiesto. Y lo hace por segunda vez con el mismo tema. En un infumable artículo publicado en El Mundo, la expresidenta de la Comunidad de Madrid se envuelve en la bandera para hablar de la Copa del Rey, del respeto a las instituciones y del odio que, según ella, las aficiones del Barça y el Athletic Club muestran por ellas.
El texto no tiene desperdicio porque todo él es basura. Aguirre se erige como adalid del respeto, un respeto que ella misma, recurriendo al “usted no sabe con quién está hablando” fue incapaz de mostrar a los agentes de la Policía Local de Madrid que pretendieron sancionarla por estacionar su coche en un lugar indebido.
La política pepera, en plena campaña de captación de votos y en guerra con Mariano Rajoy, habla de símbolos, de respeto en el fútbol, de la Nación (así con N mayúscula) y acusa a los aficionados vascos y culés de “dar una exhibición de odio al resto de los españoles”. Porque parece, según la misma Aguirre que entre lágrimas de cocodrilo abandonó la política pero ahora se presenta a la alcaldía de Madrid, que pitar un himno es una señal inequívoca de odio.
Silbar un himno o abuchear a un rey puede ser una falta de respeto, pero jamás un síntoma de odio contra toda una Nación (así, con N mayúscula). Que una afición reaccione de esa manera –el mayor o menor bueno gusto lo dejamos a criterio de quien lee– no es más que una muestra de libertad de expresión que, por lo que parece, tendrá que darse en Valencia y no en el estadio donde se grita ‘puta Catalunya’ cada día de partido.
Teniendo en cuenta que Aguirre y los suyos acuden al Tribunal Constitucional –con la misma celeridad que el niño acusica del cole se chiva a la profesora– para cercenar cualquier tipo de libertad de expresión que no concuerde con su la suya (la única y verdadera) y muy especialmente con la más democrática de todas, que es el voto, mucho nos tememos que tenga que apechugar con esos silbidos.
Personalmente, silbar un himno me parece una solemne gilipollez, casi tan grande como la existencia de los himnos en sí. Silbar a un rey, a alguien que ocupa el puesto por expreso deseo de un dictador –o por designación divina, da lo mismo– va en el sueldo (obsceno, por otra parte) de quien se dedica a darse la vida padre, a saludar con la mano desde un descapotable y a rellenar las páginas del Hola.
Que no se escandalice Esperanza Aguirre: los silbidos no son odio. Son una manifestación de desaprobación a la que acude la gente de forma visceral, ya sea conscientemente o amparados por la masa. Y que no se apure tampoco aludiendo a la voluntariedad de inscribirse en la competición, porque seguramente muchos aficionados del Athletic y del Barça preferirían no tener que hacerlo.