Un día ves que en la web de la academia de sus hermanos aparece también su nombre. Otro día la nombran embajadora del tenis catalán. Y un tercer día la escuchas hablando de todo lo que pasó. Del túnel en el que se metió. Queriendo. Sin querer. Es lo de menos. El nombre de Arantxa Sánchez Vicario vuelve a sonar a tenis.
Porque, si nos gusta recordar cosas bonitas que nos han pasado, no somos pocos los que disfrutamos aquella estampa parisina de 1989. Un sol inmenso. La tierra batida rojiza como en sus mejores sobremesas. Y toda una Steffi Graf diciéndole al mundo que no. Que no podía ante aquel pundonor. Porque, antes de que llegase Rafa Nadal para no dar una bola por perdida, lo hizo Arantxa.
Y es que se labró un físico y una mentalidad para ganar y mucho. Y lo hizo. Tuvo una infancia diferente a la tuya y a la mía. Porque en las imágenes en sepia de la Sexta se la ve brincando con su hermanos. En unos columpios. Con aquella ropa que reconocemos y que nos eriza la piel. Pero también cuenta, con voz tiritona, que cuando llegaba la hora abandonaba los columpios. La piscina. Lo que fuera. Y se iba a entrenar.
Tras tanto esfuerzo llegaron los frutos. Tras tanta soledad, porque es lo que tiene el tenis, fue número uno del mundo y cosechó cuatro Grand Slams. Una cosecha que ahora injustamente consideramos escasa comparada con la de Rafa.
Lo que sí es justo es que en esa academia que lleva el apellido de la familia se vuelva a pronunciar su nombre. Porque es uno de esos preciosos clubes donde huele a césped recién cortado. A desayunos atropellados entre prisas y sueños. Y a tierra batida. Cuidada. Seleccionada. Húmeda. Como la misma que embadurnó a Arantxa aquel sábado en que nos quedamos pegados a la tele como hacíamos a la misma hora con Indurain.
La heridas se van cerrando, dice. Y vuelve el tenis. El juego. El esfuerzo. Las ilusiones que encierra ese momento en el que la bola besa la línea.