Davydenko se despide de la oficina

Aunque llegó a ser número 3 del mundo en 2006 y ganó 21 torneos, jamás se asomó a una final de Grand Slam en sus quince años de carrera. Sin embargo, su tenis, mucho más reconocido por sus rivales que por los aficionados a este deporte, le alcanzó, para levantar la Copa de Maestros de Londres 2009 derrotando los tres jugadores que se habían repartido los ‘majors’ aquel año: el suizo Roger Federer, el español Rafael Nadal y el argentino Juan Martín del Potro.

Así era Nikolay Davydenko en una cancha de tenis: capaz de protagonizar grandes gestas ante los mejores del mundo o perpetrar el mayor de los ridículos contra un desconocido procedente de la fase previa. Aquella victoria en el Masters de hace cinco años, junto a la Copa Davis que conquistó con Rusia ante Argentina en 2006, fueron los mayores logros de una carrera llena de altibajos que finaliza hoy y que quedará empañada para siempre por su presunta relación con las mafias de apuestas.

Tal vez injustamente, Davydenko –2 de junio de 1981 en Severodonezk, Ucrania– no pasará a la historia por ser uno de los tenistas más temidos de la última década. Su inexpresividad en la pista, su cuerpo delgaducho, su aspecto desgarbado y su falta de carisma dentro del circuito quizá le hayan penalizado demasiado.

Además, su retirada en segunda ronda de Sopot 2007 sembró la duda sobre su honestidad a la hora de practicar el deporte que se lo ha dado todo y manchó su currículo para siempre. Había ganado cómodamente el primer set al argentino Martín Vassallo Argüello cuando se retiró tras perder el segundo, después de que la casa de apuesta Betfair registrara sospechosos movimientos de dinero por un montante de más de 7 millones de dólares en torno a aquel partido.

Aunque jamás se demostró que estuviera involucrado en aquel supuesto amaño, el estigma de deportista sospechosamente corrupto acompañó a Nikolay durante la segunda mitad de su carrera. Él, ucraniano de nacimiento pero con pasaporte ruso, contribuyó a a ello con su extraño comportamiento en algunos torneos, donde perdía primeras rondas, de forma inexplicable, pocos días después de haber alcanzado finales o levantado títulos tras doblegar a algunos de los mejores tenistas del circuito.

Jugador de saque poderoso, tenía una asombrosa capacidad para alternar con su derecha la potencia y el talento de la muñeca a partes iguales. Su revés a dos manos no era nada desdeñable y, cuando la cabeza le funcionaba, se convertía en un auténtico muro para sus rivales, especialmente en las finales, pues solo perdió siete de las veintiocho que disputó.

En su mejor versión, Davydenko se deshacía de sus adversarios con la eficiencia silenciosa de un funcionario del Kremlin. Siempre le faltó pasión por este deporte, que entendía, sin más, como la mejor manera de ganarse la vida. Pragmático donde los haya, cuando aun era un niño salió de Ucrania rumbo a Rusia junto a su hermano Eduard, que ha ejercido como su entrenador durante toda su carrera, decidido a labrarse un futuro en el tenis.

Ya de adolescente, se marchó a entrenarse a Alemania, y años después cruzó la frontera para instalarse en Austria, convencido de que cambiar de residencia y de vida era la mejora manera de evolucionar y no acomodarse.

Un recorrido de lo más natural para quien su verdadera patria ha sido siempre la raqueta, aunque en la Davis, eso sí, siempre defendiera los colores de Rusia, país al que volvió ya consolidado como uno de los mejores jugadores del mundo para instalarse definitivamente en Volgogrado.

En los últimos años, sus problemas físicos han ido mermando aun más la frágil competitividad de un tenista para el que cada partido de la ATP era un día más en la oficina y que se tomaba cada progreso en el ránking como un ascenso laboral.

Ya hace tiempo que Davydenko lo venía advirtiendo: «El día que mi físico no me permita entrar directamente en los cuadros de los torneos, será el momento de retirarme». Este año empezó como el 60 del mundo y lo ha acabado en el puesto 244. Y, tras quince años en la empresa y 33 a sus espaldas, el bueno de Nikolay tenía claro que no iba aceptar volver a hacer trabajos de becario.

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