Casillas y el traje nuevo del emperador

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El fútbol no tiene memoria. Es uno de los pocos tópicos que atraviesa el terreno de juego y se cuela en nuestras vidas. No, en nuestras carreras tampoco existe el pasado. Todo se circunscribe al presente; los elogios y las elegías llegan cuando uno cuelga las botas. Mientras tanto, el que no pueda mantenerse debe dar un paso al costado o se expone a ser crucificado por aquellos que, en tiempos no muy lejanos, cantaban todas sus virtudes y sonreían, mirando hacia otro lado, al presenciar sus defectos.

Ejemplos hay miles. El deporte es una trituradora de leyendas, no tiene sentimientos. Aliado con el tiempo, todos, incluso los más grandes, hincan la rodilla. Contemplan sus fauces desde el interior, recuerdan sus grandes victorias, tratan de librarse del bucle que suponen sus aún mayores derrotas. No debe ser nada fácil admitir la mortalidad propia, resignarse a ser uno más. En el fondo, todos creemos ser diferentes, poder vencer al tiempo, esquivar la piedra donde tantos tropezaron. Sin embargo, llega el día en el que cuesta más dar la vuelta al campo, en el que son necesarios más segundos para recuperar el aliento, en el que la vista se nubla, de forma casi imperceptible, ante un gran esfuerzo que otrora no lo fue tanto.

El retiro a los – casi – setenta años no es tan abrupto. Al fin y al cabo, uno ha tenido años y años para asumir el lento pero constante desistimiento de funciones de su cuerpo. Más difícil de imaginar es lo que debe sentir un futbolista, al que la sociedad ha encumbrado a una posición prácticamente semidivina, cuando, pasada la tercera década de la vida, ya se le llama viejo. Egos que han sido saciados en exceso, personalidades en muchos casos volátiles, individuos acostumbrados al sopor de tenerlo todo. Los aplausos, lentamente, poco a poco, se van tornando pitos. Ya no cuesta distinguir en qué mitad del reloj de arena se acumulan más granos.

Casillas, como Xavi, ha sido el rey del mundo. El mejor en su puesto, el yerno perfecto, el ejemplo para los niños. Torrente de reflejos y una habilidad innata para saber dónde estar. Sabes que has hecho bien tu trabajo cuando escuchas tu nombre asociado con la suerte. Iker era infranqueable, una pesadilla, una frustración para los rivales. Creías que lo habías vencido y veías que la pelota, mágicamente, salía desviada. Un pie, una mano, un hombro. Tenía ángel.

Ya no. El dueño del dorsal uno del Real Madrid durante más de una década es más mito que presente. Los reflejos innatos vinieron e innatos se van. El ángel huyó espantado ante la falta de confianza. A la colocación le ha nacido un doloroso prefijo. Casillas ya no espanta a los delanteros rivales, ya no es necesario que el árbitro asistente compruebe una y otra vez si ha reducido las dimensiones de su portería. A sus treinta y tres años, ha quedado al descubierto el traje nuevo del emperador.

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