El abrupto y cruel final del Barça de Rijkaard, el que había regresado a la cima deportiva a un club hundido, amenazaba con traer de vuelta aquellos oscuros años en los que los títulos se veían por el televisor y el conjunto luchaba por entrar en la máxima competición europea. El presidente, Joan Laporta, cuestionado por todo y por todos, decidió jugársela con el técnico del filial. Josep Guardiola, mítico jugador para los aficionados, integrante del Dream Team y de las pesadillas que lo sucederían, se había hecho cargo de un filial desahuciado en tercera en 2007 y, sólo un año después, lo dejó en Segunda B y subió al primer equipo. El reto era mucho más complicado: conseguir que el grupo de jugadores que había llegado a la cumbre tuviese ganas de volver a ella.
Primer acto. Abrochaos los cinturones
«Si estuvieran a su nivel estarían con nosotros. No contamos con ellos, pero si acaban por quedarse, daré la vida para que vuelvan a su nivel«. Era la primera rueda de prensa de Guardiola y, ya entonces, sin una pretemporada de por medio, anunciaba que el club planificaba la temporada sin Deco, Eto’o y Ronaldinho. Estos tres jugadores, que fueron la Santísima Trinidad del Barça de Rijkaard, se veían abocados a buscarse otro club sin tiempo para redimirse con el nuevo entrenador. Pep tenía muy claro que necesitaba un vestuario unido, sin nadie por encima de nadie, y que para ello era necesario eliminar a aquellos con más ascendente dentro de él. La decisión, traumática, fue bien acogida por la afición, que reclamaba mano dura para evitar los disparates competitivos acontecidos los últimos meses, especialmente con el recordado pasillo en el Bernabéu que se saldó con una aplastante victoria de los de Schuster por 4-1.
La limpieza de Guardiola no acabó en esos tres jugadores. Ese verano abandonaron la disciplina azulgrana Thuram, Dos Santos, Zambrotta, el inédito Henrique, Ezquerro, Edmilson y Oleguer. Para suplirlos llegaron Dani Alves, un fichaje extraordinario que se tornaría esencial para dinamizar el juego ofensivo tal como Pep buscaba, y Keita del Sevilla, que aportaría músculo y temple a una media muy corta de centímetros; Gerard Piqué regresó a casa procedente del Manchester United, donde no contaba con ningún protagonismo y de Inglaterra, concretamente de Londres, vino también Hleb, un jugador de una clase exquisita con una velocidad más propia de otros deportes. Martín Cáceres, del Villarreal, sería la última incorporación de los de Pep, un central que había realizado una temporada fantástica en las filas del Recreativo de Huelva, donde jugaba cedido por el conjunto castellonense.
Con Eto’o finalmente en la plantilla, el primer reto del Barça llegaba muy pronto: a mitad de agosto debía medirse al Wisla de Cracovia en la fase previa de la Liga de Campeones. El camerunés, orgulloso como nadie, sentenció la eliminatoria con un enorme partido y la vuelta quedó como un mérito trámite tras el 4-0 del Camp Nou. En la Liga, sin embargo, el comienzo no fue tan pletórico, ya que los primeros noventa minutos del nuevo Barça se saldaron con una derrota en el campo del Numancia, recién ascendido. La incapacidad para superar al meta rival eclipsó el buen partido de los de Pep, que necesitaban resultados para presentar a la afición. Esos resultados tampoco llegarían en el primer partido como locales, ante el Rácing de Santander. El equipo blaugrana fue netamente mejor que su rival y su actitud nada tenía que ver con la mostrada meses atrás, pero un error en un libre directo los condenó de nuevo sin victoria.
Dos partidos ante Numancia y Rácing, un punto. Ya hubo quien pronosticaba que Guardiola no se comería los turrones como técnico culé.
Segundo acto. El despegue
Los críticos, que los hubo y en abundancia durante septiembre, fueron bajando la voz conforme los partidos iban dando la razón a la idea de Pep. Después de las dos primeras jornadas, el Barça saldó las veinte siguientes con diecinueve victorias y un único empate. Hubo que esperar hasta el 21 de febrero para volver a ver perder al equipo de Guardiola tras la derrota en Los Pajaritos. En esos veinte encuentros, el conjunto blaugrana promedió 3.35 goles a favor y 0.7 en contra. El fútbol desplegado, fresco y dinámico, se llevó por delante a los escépticos tanto como a los rivales, que no sabían cómo detener el torrente ofensivo en el que atacaban los mismos que defendían. Para aquel entonces, ya había quedado claro que Xavi e Iniesta sí podían jugar juntos, que Piqué era un central de categoría mundial, que Alves era una fuerza imparable y que en Busquets, el canterano hijo del portero que siempre quería jugar con los pies, se hallaba un jugador de época.
En Champions, 13 puntos de 18 posibles y sólo una derrota contra el Shakhtar en casa, donde también se empató con el Basilea. El destino le granjeó a los culés un grupo asequible para un equipo que aún tenía que asimilar muchos conceptos y lo aprovecharon a la perfección. La primera plaza les otorgó la ventaja de campo en la eliminatoria de octavos, ante el Olympique de Lyon, el dominador francés. El equipo culé se encontraba, además, a noventa minutos de la final de la Copa del Rey tras vencer al Mallorca por dos a cero en el Camp Nou y haber eliminado por el camino a Benidorm, Atlético de Madrid y al Espanyol con muchos apuros en el partido de vuelta.
Todo parecía posible cuando el equipo llegaba a la zona clave de la temporada en su mejor estado de forma.
Tercer acto. Turbulencias
«Creo en mi equipo, creo en mis jugadores y creo en mí«, declaró Guardiola a principios de marzo de 2009. El Barça, tras meses sin conocer la derrota, perdió ocho puntos en tres jornadas y el Madrid pasó de estar a doce a sólo cuatro. En la Champions League, un discreto empate en Gerland hizo temer de una pronta eliminación. El estado de forma de los jugadores se puso en duda, así como la capacidad del técnico para relanzar al equipo en el momento cumbre de la temporada. De nada servirían meses de fútbol espectacular si la vitrina acababa intacta. Pep hizo lo que luego sería una constante en su etapa al frente del banquillo culé: blindar al vestuario. Mientras ellos creyeran en él, esa sería una zona sagrada, inmaculada y lejos de las larguísimas manos de la prensa.
Esa rueda de prensa que precedió al trascendental choque ante el Mallorca no sirvió, sin embargo, para levantar a sus jugadores. El Barça bordeó la eliminación durante toda la segunda parte, que jugó con uno menos por la expulsión de Cáceres. Con uno a cero en el marcador, el equipo balear dispuso de un penalti para igualar la eliminatoria. Pinto, el portero para la Copa, detuvo el lanzamiento y el Barça acabó pasando a la final, dando a luz lo que desde entonces se conoció como el Pinto de inflexión. Quién sabe si fuese esa parada o no, pero los culés volvieron a desplegar su mejor juego y ganarían las siete siguientes jornadas de Liga. En Europa, el Lyon fue devorado en una primera parte espectacular, con cuatro goles y un fútbol escandaloso. Los defensas franceses no sabían cómo detener a esos tres diablos que respondían al nombre de Eto’o, Henry y Messi. La misma medicina recibió el Bayern de Múnich, con cuatro tantos encajados en cuarenta y tres minutos, una primera mitad que despojó de cualquier trascendencia la vuelta en el Allianz Arena.
Sin embargo, a finales de abril, el equipo sufrió otro bache. El empate a dos en Mestalla la jornada anterior al Clásico volvía a acercar al Madrid a tan solo cuatro puntos, un Madrid que no perdía en Liga desde diciembre, precisamente en el Camp Nou. Y el rival en semifinales de la Champions, el Chelsea de Hiddink, había conseguido desactivar por completo el ataque culé, neutralizando con eficacia las múltiples variantes de la navaja suiza que tenía Guardiola entre manos. El 0-0 en el Camp Nou marcó el camino para muchos otros equipos que estarían por venir y que fueron testigos de cómo se podía detener la tormenta perfecta.
En una semana, el Barça visitaba el Bernabéu y Stamford Bridge. En juego, una Liga y una final de la Orejona. Casi nada.
Acto final. La ciudad eterna
«Tengo un plan anti-Barça«, dijo Juande Ramos la víspera del trascendental encuentro ante los catalanes. «Cuando uno se encuentra en la situación más difícil es cuando uno debe ser más valiente» explicó Pep, una frase que bien podría definir su etapa. Y vaya si fue valiente. Si Juande disponía de un plan anti-Barça, Guardiola contestó con un movimiento tan simple como letal: colocar a Leo Messi, que para aquel entonces ya estaba a un nivel formidable, en el centro del ataque. El resultado fue extraordinario: el argentino destrozó la defensa madridista, escoltado por un equipo que interpretó a la perfección cada minuto de partido. El gol final de Piqué, que colocaba el 2-6 en el marcador, fue el broche final a una noche mágica, una noche que parecía pertenecer a otra época. El Barça había ganado la Liga.
Cuatro días después, el infierno de Londres resultó ser peor de lo esperado. El Chelsea repitió el guión de la ida y un gol sensacional de Essien los dejaba tocando con las yemas de los dedos la final de Roma. Con una actuación arbitral polémica y con la expulsión de Abidal, el Barça nunca pareció capaz de alterar el marcador, más cercano al dos que al uno en el casillero rival. Cech no tuvo faena en toda la noche y Valdés no sabía qué hacer para quitarse de encima la suya. Un Drogba pletórico amenazó con acabar con la eliminatoria en cualquier momento. No obstante, el destino tenía un as guardado bajo la manga. El Barcelona, que no mereció suerte, la encontró toda cuando los segundos ya se descontaban. El primer tiro a puerta de los culés acabó en éxtasis. Andrés Iniesta reservó plaza en Roma y grabó para siempre ese instante en las mentes de los aficionados, que recordarían, de ahí en adelante, qué estaban haciendo en el momento de lo imposible.
La semana posterior, con algún culé aún afónico y atónito, Mestalla fue el escenario en el que el Barça podía lograr su primer título de la temporada. Con la Liga ya sentenciada y el triplete en la mente de todos, el Athletic aprovechó para golpear primero. Toquero, a los ocho minutos, desvaneció las esperanzas de una temporada perfecta y obligó al Barça a remar contracorriente. El equipo de Pep fue imponiendo su ritmo poco a poco, pero no fue hasta que Touré, actuando como central en ese partido, se inventó un lanzamiento prodigioso desde su casa que los culés no consiguieron la igualada. A partir de ahí, el fútbol se impuso y Messi, Bojan y Xavi pusieron el 4-1 en tan solo diez minutos del segundo tiempo. El cielo de Valencia fue el primer testigo de los muchos títulos que estarían por venir.
Con Liga y Copa ya a buen recaudo, nadie podía negar que el premio gordo se encontraba en Roma. Un aficionado tiene pocas ocasiones en su vida de ver llegar a su equipo a la final de una Champions. El del Barça contaba con la inmensa suerte de volver a una final europea sólo tres años después de la última. Antes fue París, esa vez fue Roma. Otro equipo inglés, el United y no el Arsenal, se hallaba enfrente. La sombra de Cristiano Ronaldo, un portento físico y técnico, se cernía sobre la maltrecha zaga culé, en la que Touré repetía como central y a Sylvinho se le encomendaba la labor de secar el frente izquierdo. Los primeros diez minutos hicieron temblar las piernas a más de uno y de dos mientras el equipo de Manchester borraba del campo al Barcelona, pero todo desapareció con un punterazo de Eto’o que adelantó a los culés. El Barça se creció con el gol y se hizo amo y señor del terreno de juego, sometiendo al United a su voluntad. Un pase teledirigido de Xavi encontró la cabeza de Messi ya en la segunda parte para sentenciar el partido y elevar al Barcelona a la perfección.
Para lograr la eternidad en la ciudad que la tiene como denominación de origen.